7/6/81
TRANSFUSIÓN
Soñé con Diana. Sí, estoy segura de que era ella.
Qué sueño raro, rarísimo. Veníamos corriendo por un campo cuando dos montañas
bloquearon el camino. Empezamos a subirlas. Las bases estaban juntas pero a
medida que trepábamos nos íbamos alejando. Tropecé, me caí y al incorporarme
alcancé a ver que Diana también acababa de levantarse. Seguí subiendo. Una
música comenzó a crecer. Era esa serenata de Mozart que tanto nos gustaba. Cada
vez me sentía más alta, más pesada. Por momentos divisaba fragmentos de Diana:
un ojo, los tobillos, la forma de la cara. Quise tomarme de su mano. La llamé.
La música era tan fuerte que no me escuchó. Vi que se alejaba más y más. Tuve mucho
miedo. Grité, grité tanto que me desperté.
Diana, qué revuelo de recuerdos. Cómo duelen y no sé
por qué. O sí sé. La medida de lo perdido. La nítida fuerza de nuestras
ascéticas ganas de vivir. Ascéticas y apasionadas. Así fuimos, así éramos. Qué
manera de quererte, Diana. Qué manera de querernos. Qué aguda forma de vivir.
Siempre juntas. Me acuerdo de cada minuto y de cada cosa. De nuestro pacto.
Escrito en la primera hoja de ese diario que teníamos en común. ¨Hoy 20 de septiembre de 1966, yo Diana y yo
Alejandra, juramos ser eternamente amigas y cada noche, justo a las 10, en
cualquier lugar del mundo, contaremos hasta 10 y diremos: Aquí estoy, son las
10 y pienso en vos. Aquí estoy, soy tu amiga, ayer, mañana y hoy¨.
Diana, qué revuelo de recuerdos. Se multiplican las
imágenes. Los paseos por el patio del Normal repasando juntas la próxima
lección. Nos veo claramente. Los mocasines negros, las medias azules, el
guardapolvo blanco. Exacta la altura de los ruedos, de los hombros. Y, de
pronto, el desconcierto de las cabezas. Tus largos rizos rubios, mi largo y
lacio pelo negro. Inútil asociarnos en el corte y el peinado: estallaba en
forma y color la diferencia que intentábamos atenuar. Cómo luchamos contra tus
ondas, cuánto contra lo llovido de mi pelo. Fueron miles de batallas armadas de
planchados y de ruleros. Apenas alejadas del espejo nuestros cabellos rebelados
revelaban quién era Diana, quién Alejandra. Tus rulos rubios, Diana. Me parece
que los veo, que los toco, que los huelo. Eras tan linda, me gustabas tanto.
Pero lo que más hondo me impresiona en el recuerdo
es verte frente al pizarrón. Titubeando ante el teorema y yo cerrando los ojos
y diciéndote fuerte por dentro: ¨El cuadrado de la hipotenusa…¨. Y vos, de
espaldas a mí, repitiendo: ¨El cuadrado de la hipotenusa…¨.
Diana, cuántos recuerdos…
Sí, soñé con Diana. Me levanté con la imperiosa
necesidad de verla. ¿Cuántos años habían pasado? Más de diez. Seguimos así de
amigas hasta que Diana se casó, pocos meses después de recibirnos. Rompí con
Raúl y la facultad empezó a absorberme. Diana se embarazó enseguida y tuvo que
dejar de estudiar. Temporariamente, por supuesto, me decía. Volvimos a vernos
un par de veces. Cuando nació Mariela el marido me avisó por teléfono. No pude
ir al sanatorio. Me bajé del taxi en la mitad del viaje. Esa noche caminé a
reventar y lloré. Pucha cómo lloré. Me moría de ganas de verla, de conocer a
nuestra planeada Mariela. Pero no fui. Del segundo ni me avisó. Igual una
siempre se entera. Tuvo cuatro. Cumplió. Cuando me dieron el primero de mis
premios, el de la Academia, le mandé una de mis cuatro invitaciones para la
entrega. No vino. Me imagino cuántas cuadras habrá caminado y cada una de sus
lágrimas. No me enojé, la quise más. Esa noche, a las 10, conté hasta 10 como
tantas veces.
Soñé con Diana y me desperté con la imperiosa
necesidad de verla. Y la llamé.
Quedaste en pasar por el Instituto a las tres. Justo
cuando cerraba la puerta vi que te acercabas. Nos quedamos inmóviles,
mirándonos. Diana. Alejandra. Las mismas. Iguales. Tan distintas. Los cabellos
largos, el tuyo rubio, por supuesto, el mío moreno. Fue una sorpresa la común
elección: las blusas blancas, las polleras negras. Coincidencias. Nos acercamos
casi con miedo de romper el encanto. Cautelosas como gatos, emocionadas. Y
después fue una fiesta. La mesita del bar y dos cafés. No cocacolas, cafés. Una
fiesta. La fiesta de los recuerdos. Y después la realidad. La tuya. La mía.
Misteriosamente complementarias. Me acuerdo de Serrat: ¨Lo tuyo nuestro y lo
mío, de los dos¨. Si así fuera. Diana, si así fuera.
Aquí estamos. Así estamos. Yo. Vos. Los rulos de tus chicos. Mi pared
llena de premios.
Invertimos los primeros minutos en
contarnos nuestras mutuas glorias: las tuyas domésticas; las mías, científicas.
Sin embargo nos miramos poco. Porque desde el primer momento supimos que
seguimos viéndonos por dentro. Y en el fondo de tus ojos pardos veo ese tono de
tristeza que tanto te conocí, que ahora reconozco. Yo escondo los míos, también
pardos, también tristes. Ahí estás, volándose de tu cabeza dotada (y yo sé
cuánto) tu necesidad de usufructuarla. Aquí estoy yo, no sabiendo qué hacer
con el torrente de caricias acorraladas.
Ahí estás, Diana, trato de absorberte para completarme. Intuyo, sé, que no nos
veremos en tiempo, en mucho tiempo. Porque duele.
Estoy de espaldas a la puerta y de
repente te veo una sonrisa que no es para mí. Una sonrisa sobre mi hombro. Me
doy vuelta para buscar al culpable. No entiendo qué pasa. Estás sentada frente
a mí y estás entrando al bar, toda un manojo de risas y rulos. Como cuando te
conocí. Como cuando tus doce años eran míos. Así. Es solo un instante. Reacciono
y me incorporo para besar a Mariela.
Salí del bar y tomé la mano de
Mariela. Me dolía la cabeza, estaba mareada. Caminé media cuadra e iba a entrar
al Instituto pero titubeé. Escuché a Mariela: ¨¿Qué hacés?, el club es en la
otra cuadra; apurate que es tarde¨. La miré, me deslumbré como siempre de sus
rizos rubios y seguí caminando casi arrastrada por su fuerza. Crucé. Otra vez
Mariela: ¨Mirá, ese es el vestido que quiero¨. Me asomé a la vidriera y vi el
vestido. El mismo que me enseñó ayer. Estos chicos… Un espejo en la vidriera me
devolvió mi imagen. No sé por qué me desconcertó. Como cuando una recién se corta
el pelo y no se reconoce en su reflejo. Quedé paralizada. Fue un segundo. Me acomodé
con la mano tres rulos en rebeldía y pensé que este shampoo nuevo es bárbaro.
Impresionante cómo me aclara el cabello. Sacudí la cabeza y recuperé mi
dimensión Sí, ya me acordaba del titubeo en la esquina. El Instituto, la visita
a Alejandra. Cuántos años. Mariela sigue insistiendo: ¨ Mirá, mamá, ese vestido
es el que quiero¨.
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