lunes, 6 de julio de 2015

58

10/2/81
VIDA DE BICHOS

No sé cuándo comenzó la historia, pero sí cómo. Habíamos ido a pasar un fin de semana al campo y, a la noche, salí al parque para tirar la basura. Desde el tacho me miró un bicho con toda insolencia y después escapó corriendo. Tardé el tiempo de mi miedo en encajarlo dentro de mi limitada escala zoológica y finalmente concluí en que era una comadreja. Entré y le conté a Andrés, imitando la cara del tal bicho (la boca en trompa, el ceño fruncido y la mirada huidiza). Así nació Teresa, la supercomadreja.
Se borronean en mi recuerdo las actividades de la mentada Teresa, pero me acuerdo de que saltaba en la cama y se escondía en los rincones desde donde miraba con cara de enojada. Un día Andrés dijo que Teresa era como yo, que se hacía la mala pero que quería que la mimaran. Me enojé muchísimo por el descubrimiento y le comuniqué: ¨Teresa ha muerto¨. Sin embargo, al día siguiente apareció Teresita que tenía la misma cara pero que era buena y suavecita.
Luego vino mi viaje. En mis cartas le preguntaba a Andrés por Teresita y Teresa (a lo mejor había resucitado), pero ambas debían haber muerto porque a mi regreso encontré la casa vacía de bichos.
Entonces Andrés se cansó de ser espectador y nació el oso. Hacía trompa y entrecerraba los ojos (para comérselo).Venía de Rusia, había trabajado en innumerables y famosos circos junto a sus padres y hermanos. Pero había caído en desgracia. Era un oso equilibrista. Durante tardes enteras, mientras nadábamos en la pileta, charlábamos sobre lo que había hecho en la changa que se había conseguido. Lo habían contratado para entretener a los obreros al mediodía: hacía pruebas sobre un piolín con tres naranjas. Cada día, al regresar del trabajo, me contaba del éxito o del fracaso de sus intentos. En general se le caía una naranja, pero a veces dos o tres y casi siempre en la cabeza del capataz, que lo amenazaba con un próximo despido. Cuando nos acostábamos volvía el oso y me daba verdaderos abrazos de oso que me trituraban en medio de la risa. Entonces nació mi mosquito. Chiquito como era (acercaba y alejaba la mano de mi boca simulando el pico) derrotaba al oso picándolo en el ombligo. El oso gritaba como loco y accedía a todos mis requerimientos. Terminábamos enredados sobre las sábanas. Enredándonos.
Cuando regresamos de la quinta, el oso vino con nosotros y, coincidiendo con mi cambio de trabajo, surgió la castora trabajadora. Para hacer de castor levantaba el labio superior y estiraba el inferior tratando de agrandar los dientes. Generalmente nos alternábamos en las representaciones: cuando yo era persona, Andrés era el oso y cuando yo era castora, él, humano.
La historia fue creciendo. Yo (persona) había contratado una empresa que me enviaba osos para que se ocuparan de las tareas domésticas. En realidad era un plantel de osos con distintos horarios: el de la mañana, el de la tarde y el de la noche. El relevo era para que el oso de turno siempre estuviese despierto. En varias oportunidades comenté que me parecía que había gato encerrado y que tal equipo estaba formado por un solo oso, porque todos tenían la misma cara y nunca los veía juntos. El oso (el de turno) negaba. (El día en que, al fin, lo reconoció se autobautizó Germán).
Los osos estaban contratado para tareas diversas, pero en general no hacían nada. Al de la mañana tenía que despertarlo a las sacudidas y luego se me adelantaba en el  baño, donde se duchaba interminablemente, mientras yo preparaba el desayuno, que luego él devoraba como un verdadero oso. Cuando le preguntaba qué había hecho el día anterior en su turno contestaba que había revisado la luz y el gas y que había salido al balcón para controlar las plantas (¡ni las regaba!), que me quedara tranquila que todo estaba en orden. Varias veces le dije que la señora que planchaba la ropa, que venía martes y jueves por la mañana, me había comentado que jamás lo había visto. Me contestaba que él estaba en su lugar de trabajo, pero que se escondía en el placard para no asustarla. Al de la tarde solo lo veía los fines de semana, en que se solazaba merendando chocolate con churros o café con leche con medialunas. Cuando yo me quejaba de lo mucho que comía, me decía que formaba parte de su deber, que tenía que conservar su imagen robusta y que, además, debía probar todo para cerciorarse de que no estuviera envenenado. El de la noche era adorable y el único que trabajaba. Me ayudaba a levantar la mesa (después de refunfuñar porque nunca había pescado y amenazarme con que se iba a quejar a la empresa). Mientras yo me bañaba cumplía con su misión de calentar la cama. En cuanto yo llegaba, él iba a la cocina, preparaba café y me lo traía, a veces con bombones que compraba con sus ahorros. Luego acomodaba las almohadas, me tapaba interminablemente y me aplastaba al intentar abrigarme sin dejar de repetir: ¨Soy un oso muy eficiente, soy el oso más responsable¨. Mi oso.
La castora se ganaba la vida haciendo pozos. Le costaba mucho conseguir trabajo porque, aunque se empeñaba enormemente, en general rompía todo. Cuando íbamos por la calle ante un árbol talado Andrés preguntaba: ¨¿Quién anduvo por acá?¨. La castora exhibía sus dientes, bajaba la cabeza y silbaba bajito. Le pedía a Andrés hasta el cansancio que le consiguiera trabajo pero siempre tenía excusas: las excavaciones ya habían terminado y para hormigonar no contrataban castores. La castora se levantaba temprano y era buenísima. Cariñosa y delicada. Después de cenar Andrés decía: ¨Bueno, ahora la castora se va, en esta casa no pueden dormir bichos¨. La castora (que casi no hablaba) se arrodillaba y le pedía con las manitos juntas o, alternativamente, ponía cara de tristísima, abría la puerta de calle, se sentaba en la escalera y tiritaba. Entonces Andrés concedía: ¨Bueno, por esta noche podés dormir en la cama¨. La castora corría como loca y se zambullía entre las sábanas. Él se enojaba: ¨Me reventás los elásticos, está cama ya está destruida; mañana dormirás en la escalera¨. La castora se acurrucaba en un rincón poniendo la más dulce de las caras.
Los primeros días de trabajo, en que yo llegaba rendida, en cuanto Andrés me abría la puerta, me tiraba al piso con las cuatro patas para arriba y sacaba la lengua hacia un costado. Él me consolaba: ¨Se me fundió la castora, pobrecita mi castora¨. Me sacaba los zapatos y me llevaba en brazos hasta la cama. ¨Esta castora es muy trabajadora, yo quiero mucho a mi castora¨.
La castora resultó tener un hermano, un tal Juan, que se dedicaba a hacer bombas y que estaba prófugo en España, donde trabajaba para la ETA. A veces Juan viajaba de incógnito y venía a casa. Se quedaba en el balcón donde hacía toda clase de estropicios. Andrés se enojaba muchísimo y al día siguiente Juan se iba a Iberia y la castora lloraba dos o tres días. Cuando no encontraba la ropa Andrés acusaba: ¨Seguro se la mandaste a Juan¨. La castora bajaba la cabeza mientras ensayaba convincentes caras de arrepentimiento.
En un viaje corto que hicimos, en el que nos peleamos bastante, Germán se bajó del auto en la mitad de la ruta. Subió convertido en un sapo que resultó insoportable. Me saltaba encima y me daba lengüetazos. Decía que Germán le había encargado que reemplazar. Le pedí que se fuera y me contestó que de ninguna manera desobedecería a su amigo. El sapo de a ratos estaba tranquilo y de a otros le agarraba el ataque y me molestaba hasta el hartazgo.
Cuando llegamos al hotel nació una perra muy buenita que llevaba el diario ya las pantuflas en la boca. Siempre tenía la lengua afuera. Andrés le avisó que la echarían del hotel porque no estaba vacunada. Al rato la perrita le llevó en la boca, en cuatro patas, hasta la cama, una notita donde se leía: ¨Declaro que he vacunado mucho a esta perrita. Dr. XX¨.
En el viaje de regreso, cerca de Campana, volvió Germán y el sapo, por suerte, se fue para siempre. La perrita se transformó al llegar a la Capital, en una perra arrabalera y pretenciosa. Cuando Andrés le pedía que se fuera lo miraba de costado y juntando los dedos de una mano le hacía gestos de qué se creía. Lo tenía a mal traer a Germán, que le tenía muchísimo miedo.
Empezaron a alternarse la perra y la castora. De repente yo sacaba la lengua y lo enfrentaba a Andrés. Al ratito relucían mis dientes y André se aliviaba: ¨A la castora sí que le doy todo lo que me pida porque es buenísima¨.
Vivíamos todos juntos. Éramos muy felices. Tan felices.
Hoy fui al médico. El doctor me confirmó que estoy embarazada. Primero me puse muy contenta (estábamos buscando este hijo) y después lloré hasta el cansancio. Sigo llorando todavía.
Sé que se irán todos los bichos. Para siempre. Tendrán que irse.
Mañana se lo diré a Andrés. Hoy, no. Quiero disfrutar mi última noche con Germán.

Pobre Germán. Le voy a cocinar pescado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario