10/2/81
VIDA DE BICHOS
No sé cuándo comenzó la historia, pero sí cómo.
Habíamos ido a pasar un fin de semana al campo y, a la noche, salí al parque
para tirar la basura. Desde el tacho me miró un bicho con toda insolencia y
después escapó corriendo. Tardé el tiempo de mi miedo en encajarlo dentro de mi
limitada escala zoológica y finalmente concluí en que era una comadreja. Entré
y le conté a Andrés, imitando la cara del tal bicho (la boca en trompa, el ceño
fruncido y la mirada huidiza). Así nació Teresa, la supercomadreja.
Se borronean en mi recuerdo las actividades de la
mentada Teresa, pero me acuerdo de que saltaba en la cama y se escondía en los
rincones desde donde miraba con cara de enojada. Un día Andrés dijo que Teresa
era como yo, que se hacía la mala pero que quería que la mimaran. Me enojé
muchísimo por el descubrimiento y le comuniqué: ¨Teresa ha muerto¨. Sin
embargo, al día siguiente apareció Teresita que tenía la misma cara pero que
era buena y suavecita.
Luego vino mi viaje. En mis cartas le preguntaba a
Andrés por Teresita y Teresa (a lo mejor había resucitado), pero ambas debían
haber muerto porque a mi regreso encontré la casa vacía de bichos.
Entonces Andrés se cansó de ser espectador y nació
el oso. Hacía trompa y entrecerraba los ojos (para comérselo).Venía de Rusia,
había trabajado en innumerables y famosos circos junto a sus padres y hermanos.
Pero había caído en desgracia. Era un oso equilibrista. Durante tardes enteras,
mientras nadábamos en la pileta, charlábamos sobre lo que había hecho en la
changa que se había conseguido. Lo habían contratado para entretener a los
obreros al mediodía: hacía pruebas sobre un piolín con tres naranjas. Cada día,
al regresar del trabajo, me contaba del éxito o del fracaso de sus intentos. En
general se le caía una naranja, pero a veces dos o tres y casi siempre en la
cabeza del capataz, que lo amenazaba con un próximo despido. Cuando nos
acostábamos volvía el oso y me daba verdaderos abrazos de oso que me trituraban
en medio de la risa. Entonces nació mi mosquito. Chiquito como era (acercaba y
alejaba la mano de mi boca simulando el pico) derrotaba al oso picándolo en el
ombligo. El oso gritaba como loco y accedía a todos mis requerimientos.
Terminábamos enredados sobre las sábanas. Enredándonos.
Cuando regresamos de la quinta, el oso vino con
nosotros y, coincidiendo con mi cambio de trabajo, surgió la castora
trabajadora. Para hacer de castor levantaba el labio superior y estiraba el
inferior tratando de agrandar los dientes. Generalmente nos alternábamos en las
representaciones: cuando yo era persona, Andrés era el oso y cuando yo era
castora, él, humano.
La historia fue creciendo. Yo (persona) había
contratado una empresa que me enviaba osos para que se ocuparan de las tareas
domésticas. En realidad era un plantel de osos con distintos horarios: el de la
mañana, el de la tarde y el de la noche. El relevo era para que el oso de turno
siempre estuviese despierto. En varias oportunidades comenté que me parecía que
había gato encerrado y que tal equipo estaba formado por un solo oso, porque
todos tenían la misma cara y nunca los veía juntos. El oso (el de turno)
negaba. (El día en que, al fin, lo reconoció se autobautizó Germán).
Los osos estaban contratado para tareas diversas,
pero en general no hacían nada. Al de la mañana tenía que despertarlo a las
sacudidas y luego se me adelantaba en el
baño, donde se duchaba interminablemente, mientras yo preparaba el desayuno,
que luego él devoraba como un verdadero oso. Cuando le preguntaba qué había
hecho el día anterior en su turno contestaba que había revisado la luz y el gas
y que había salido al balcón para controlar las plantas (¡ni las regaba!), que
me quedara tranquila que todo estaba en orden. Varias veces le dije que la
señora que planchaba la ropa, que venía martes y jueves por la mañana, me había
comentado que jamás lo había visto. Me contestaba que él estaba en su lugar de
trabajo, pero que se escondía en el placard para no asustarla. Al de la tarde
solo lo veía los fines de semana, en que se solazaba merendando chocolate con
churros o café con leche con medialunas. Cuando yo me quejaba de lo mucho que
comía, me decía que formaba parte de su deber, que tenía que conservar su
imagen robusta y que, además, debía probar todo para cerciorarse de que no
estuviera envenenado. El de la noche era adorable y el único que trabajaba. Me
ayudaba a levantar la mesa (después de refunfuñar porque nunca había pescado y
amenazarme con que se iba a quejar a la empresa). Mientras yo me bañaba cumplía
con su misión de calentar la cama. En cuanto yo llegaba, él iba a la cocina,
preparaba café y me lo traía, a veces con bombones que compraba con sus
ahorros. Luego acomodaba las almohadas, me tapaba interminablemente y me aplastaba
al intentar abrigarme sin dejar de repetir: ¨Soy un oso muy eficiente, soy el
oso más responsable¨. Mi oso.
La castora se ganaba la vida haciendo pozos. Le
costaba mucho conseguir trabajo porque, aunque se empeñaba enormemente, en
general rompía todo. Cuando íbamos por la calle ante un árbol talado Andrés
preguntaba: ¨¿Quién anduvo por acá?¨. La castora exhibía sus dientes, bajaba la
cabeza y silbaba bajito. Le pedía a Andrés hasta el cansancio que le
consiguiera trabajo pero siempre tenía excusas: las excavaciones ya habían
terminado y para hormigonar no contrataban castores. La castora se levantaba
temprano y era buenísima. Cariñosa y delicada. Después de cenar Andrés decía:
¨Bueno, ahora la castora se va, en esta casa no pueden dormir bichos¨. La castora
(que casi no hablaba) se arrodillaba y le pedía con las manitos juntas o,
alternativamente, ponía cara de tristísima, abría la puerta de calle, se
sentaba en la escalera y tiritaba. Entonces Andrés concedía: ¨Bueno, por esta
noche podés dormir en la cama¨. La castora corría como loca y se zambullía
entre las sábanas. Él se enojaba: ¨Me reventás los elásticos, está cama ya está
destruida; mañana dormirás en la escalera¨. La castora se acurrucaba en un
rincón poniendo la más dulce de las caras.
Los primeros días de trabajo, en que yo llegaba
rendida, en cuanto Andrés me abría la puerta, me tiraba al piso con las cuatro
patas para arriba y sacaba la lengua hacia un costado. Él me consolaba: ¨Se me
fundió la castora, pobrecita mi castora¨. Me sacaba los zapatos y me llevaba en
brazos hasta la cama. ¨Esta castora es muy trabajadora, yo quiero mucho a mi
castora¨.
La castora resultó tener un hermano, un tal Juan,
que se dedicaba a hacer bombas y que estaba prófugo en España, donde trabajaba
para la ETA. A veces Juan viajaba de incógnito y venía a casa. Se quedaba en el
balcón donde hacía toda clase de estropicios. Andrés se enojaba muchísimo y al
día siguiente Juan se iba a Iberia y la castora lloraba dos o tres días. Cuando
no encontraba la ropa Andrés acusaba: ¨Seguro se la mandaste a Juan¨. La
castora bajaba la cabeza mientras ensayaba convincentes caras de
arrepentimiento.
En un viaje corto que hicimos, en el que nos
peleamos bastante, Germán se bajó del auto en la mitad de la ruta. Subió
convertido en un sapo que resultó insoportable. Me saltaba encima y me daba
lengüetazos. Decía que Germán le había encargado que reemplazar. Le pedí que se
fuera y me contestó que de ninguna manera desobedecería a su amigo. El sapo de
a ratos estaba tranquilo y de a otros le agarraba el ataque y me molestaba
hasta el hartazgo.
Cuando llegamos al hotel nació una perra muy buenita
que llevaba el diario ya las pantuflas en la boca. Siempre tenía la lengua
afuera. Andrés le avisó que la echarían del hotel porque no estaba vacunada. Al
rato la perrita le llevó en la boca, en cuatro patas, hasta la cama, una notita
donde se leía: ¨Declaro que he vacunado mucho a esta perrita. Dr. XX¨.
En el viaje de regreso, cerca de Campana, volvió
Germán y el sapo, por suerte, se fue para siempre. La perrita se transformó al
llegar a la Capital, en una perra arrabalera y pretenciosa. Cuando Andrés le
pedía que se fuera lo miraba de costado y juntando los dedos de una mano le
hacía gestos de qué se creía. Lo tenía a mal traer a Germán, que le tenía
muchísimo miedo.
Empezaron a alternarse la perra y la castora. De
repente yo sacaba la lengua y lo enfrentaba a Andrés. Al ratito relucían mis
dientes y André se aliviaba: ¨A la castora sí que le doy todo lo que me pida
porque es buenísima¨.
Vivíamos todos juntos. Éramos muy felices. Tan
felices.
Hoy fui al médico. El doctor me confirmó que estoy
embarazada. Primero me puse muy contenta (estábamos buscando este hijo) y
después lloré hasta el cansancio. Sigo llorando todavía.
Sé que se irán todos los bichos. Para siempre.
Tendrán que irse.
Mañana se lo diré a Andrés. Hoy, no. Quiero
disfrutar mi última noche con Germán.
Pobre Germán. Le voy a cocinar pescado.