23/8/81
ESPERA
Qué pasillo infinito. Extraña
cualidad de los pasillos: largos, finitos, infinitos. Hechos para ser corridos,
no recorridos. El tránsito no debe interrumpirse. Quizás al construirlos especulen
con ese poquito de claustrofobia que todos tenemos. ¿Vendrá del túnel materno?
Órdenes: ¨Espere al final del pasillo¨. Obedezco, ¿pero dónde acaba? Fuerzo la
vista, apuro el paso y aparece el tal final. Un final con banco y todo. ¿Cómo
puede haber tantos bancos diferentes? Un abanico que se abre en los de plaza
(chicos, novios, jubilados) y se cierra en los de hospital (enfermos,
familiares, deudos) ¿Qué hago yo en este banco? Espero, por supuesto. Al final
del pasillo. Cuando gané la beca no imagine en qué baile me metía. Yo esperando
en un banco de hospital. Debo concentrarme con todas mis fuerzas para no darme
cuenta del olor porque si no, vomito. Como cuando visitaba al abuelito. Yo
quería ir a verlo pero invariablemente vomitaba. A veces a la salida, a veces
en el ascensor. Pobre mamá, qué papelón. El olor a hospital, a sanatorio, a
muerto. Porque el abuelo, claro, se murió. Pobre abuelo, qué contento se
pondría si me viera. Siempre quiso que estudiáramos. Cuánto soñó con que alguno
de nosotros fuera médico. La Ciencia era su Dios. Su Dios todopoderoso que no
pudo salvarlo. Ciencia versus Cáncer. Pero la ciencia solo triunfa en el
Selecciones del Reader´s Digest. En la vida, en esta vida, no. Por lo menos
todavía. Cuando me dieron la beca mi primer pensamiento fue para el abuelo.
Casi palpé su orgullo: su nieta menor dedicada a la investigación y justamente
en cáncer. Aunque no pude ser médica. La facilidad para el vómito transformó mi
vocación. Su sueño. Pobre abuelo, demasiado tarde. La beca. Todavía no puedo
creerlo. La ciencia, la pura y aséptica ciencia. El impecable laboratorio, los
azulejos blancos. Blancos. Blancos como estos. Como estos que me gustan menos.
No quiero estar acá. Pero la ciencia obliga. Yo esperando que termine una
operación para que el cirujano me dé un tumor de mama que necesito sea un
cáncer. Este será mi primer experimento importante. El tumor del quirófano a
mis manos, de mis manos a los tubos de ensayo que están esperándolo. Preparar
el medio de cultivo, esterilizar el material: más de dos días de trabajo.
Necesito que sea un cáncer. Hasta hablaría con el patólogo para convencerlo. Es
larga la espera. Como todas. Por definición una espera debe de ser larga. Si
no, no es espera, es otra cosa. Las diez, ya. Esto dura más de lo pensado.
¿Será porque el tumor es muy grande? Cuanto más grande mejor así me alcanza
para dos experimentos. Ya tengo todo planeado si pesa un gramo, medio o tres.
Es increíble que algo tan chiquito pueda devorar a una persona. Más chiquito
que una moneda y comiéndola. Aunque a veces las monedas también comen. Además de
alimentar chanchitos con ranura comen a señores gordos como chanchos. Todavía
me acuerdo del chancho que nos regaló el abuelo. A Marina y a mí. Durante casi
un año le llenamos la panza hasta que no le cupo ni una sola monedita de cinco
centavos. Lo rompimos y luego de largas deliberaciones ambas coincidimos que
con el botín lo mejor sería comprar un chancho más grande. Evidentemente no
hace falta ser viejo para ser conservador. Conseguimos uno tan grande que no
nos alcanzó la infancia para llenarlo. ¿Qué habrá sido de ese chancho? Seguro
que Marina lo tiene guardado en algún rincón. Esta Marina guarda todo. Es la
memoria andante de la familia: los cuadros, las muñecas, los cuadernos. Amo su
casa. Me tranquiliza ver a sus hijos durmiendo en nuestras cunas. La foto de
Paulita compartiendo el marco con la del abuelo. Como la biblia contra el
calefón. Cuando voy de visita salgo renovada. Hay bochinches lindos: los
ladridos del perro, los gritos de los chicos llenos de mocos. Da gusto verlos,
siempre contentos. Por eso me extrañó lo del domingo. No sé, la vi mal a
Marina. Preocupada. Y a Juan también. Me juego la cabeza a que tienen problemas
con la fábrica. En este país, Martínez de Hoz mediante, sería lo previsible. No
tuve oportunidad de peguntarle nada. Los almuerzos con la familia en pleno son
un aquelarre. No sé, la vi mal. Pero esta Marina es mandada a hacer para
ahorrarle a uno preocupaciones. Seguro que el domingo próximo estará radiante
como siempre y me quedaré sin saber qué le pasaba. Con lo curiosa que soy. Y lo
inquieta. Me estoy poniendo nerviosa. Tenerme casi una hora sentada aquí, una
verdadera tortura. Se me está acabando la paciencia. Este olor empieza a
superar mis posibilidades de negación. Se acerca una enfermera. Si no se apura
voy a vomitar. Trae una cajita. Es mi tumor. Y si me lo trae es porque es
maligno. Menos mal después de tamaña espera. Sí, soy la licenciada Paredes.
Gracias, señorita. Al fin. Veamos los datos. Carcinoma ductal. No aguanto más.
Mama derecha. Voy a vomitar. Marina P. de Robles.
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