20/7/82
Querida
hermana:
En
estos días pensé miles de veces en escribirte pero no tuve fuerzas. Me siento
bastante mal. Nauseosa y con mucho sueño. Los síntomas me alegran, porque me
tranquilizan de la realidad de mi estado, pero al mismo tiempo me quitan las
ganas de desarrollar cualquier actividad.
El
ambiente va mejorando. Parece que de a poco Luis va haciéndose a la idea.
Todavía no se lo hemos comunicado a ninguna de las familias. Casi no hablamos
del tema entre nosotros. No sé a qué médico iré. Estoy tratando de ver cuál es
el más recomendable de los de cartilla, pero como aún no di la noticia, no
puedo preguntar.
Mi
estado sigue siendo indefinido. Todavía no me permití ponerme contenta del
todo. Me siento en culpa con Luis. Su aceptación resignada me pone peor que si
siguiera en abierta oposición. Casi no me doy permiso para fantasear. Creo que
no se lo cuento a nadie porque es como si estuviera esperando poder estar
eufórica al dar la noticia. Me muero de pena pensando en el bebé. Es tristísimo
que nadie se alegre por la llegada de uno. Me imagino la cara de cada uno al
enterarse, puedo presentir lo que pensarán: que estamos locos. Y, por
añadidura, sé que la propulsora de esta locura soy yo. Me siento culpable. Con
Luis, con el bebé. Solo pensé en mi propia necesidad, no en la de ellos. Tal
vez creí que era un juego y no me imaginé que se concretaría. Tarde para
arrepentimientos. El bebé está. Y yo sigo queriéndolo pese a todo.
La
vida continúa. Voy a trabajar y ni siquiera puedo comentar que me siento mal.
En contrapartida, los últimos experimentos anduvieron al pelo a pesar de lo
poco que me comprometí internamente con ellos.
El
otro día presenté un cuento en el taller. Como no había luz hicimos la reunión
en una confitería cercana. Me resultó rarísimo leer para todos entre el ruido
de las tazas entrechocándose y el trajinar de los mozos. Llevé un trabajo que
había hecho en la época de Correa. ¨Distinta¨. Se repitió la habitual historia.
Ni bien termino de leer la impresión es muy buena y después llueven los palos.
Marta comenzó criticando la posición del relator, argumentando que la segunda
persona es de muy difícil manejo, cosa que según ella, hice mal. La verdad es
que me hartaron. Mientras la escuchaba estaba decidiendo que no iba a volver más. Me indigna la mezquindad
de las observaciones, como si lo único que importara en un relato fuera el
aspecto formal, no las emociones vertidas, la intensidad de lo que puede
experimentarse leyendo. Creo que me resultará más útil comprarme un libro de
gramática y un manual de cómo escribir agradablemente que seguir insistiendo
con este tipo de talleres. El único que estuvo al margen de toda esta
formalidad fue Raúl Correa. Él valoraba lo que yo quería transmitir, lo que
necesitaba sacarme de adentro, por sobre cómo lo había hecho. Jamás me corrigió
una frase, jamás se arrogó el derecho de saber cómo tendría que haber empezado,
cómo tendría que haber terminado. ¿Qué derecho tiene nadie de decirle a otro
cómo debe expresar lo que siente? Lo toma o lo deja. Lo absorbe o lo rechaza. Pero
no intenta modificarlo. Esa persona en ese momento solo podía utilizar esas
palabras y no otras. Y si no se entiende qué más da. Cuantas cosas que leemos
nos sacuden, nos impactan sin que tengamos necesariamente que comprenderlas.
Pero de qué vivirían los críticos si no se dedicaran a descuartizar libros,
cuadros, películas y sinfonías. Es más
fácil criticar lo hecho que intentar hacer un décimo de lo que duramente
critican. En fin: estoy envenenada.
En
el momento de despedirnos le dije a Marta que no iba a seguir yendo.
Sorprendida me preguntó por qué. Lamentablemente no me animé a decirle todo lo
que acabo de contarte. Aduje mi embarazo y me encontré comunicándolo por
primera vez en público. Empiezo bien: ya utilizo a mi hijo como excusa. Es que
quizá tenga que ver con mi decisión, en la forma en que me indignaron las
críticas. ¿Es apropiado este tiempo verbal para esta frase?, ¿es apropiado el
tamaño del departamento para tener un niño? Como si el valor de esa frase, de
ese chico, no estuviera por sobre las siempre presentes deficiencias que
acompañan todo lo que se atreve a existir.
Ahora,
mientras te estoy escribiendo, acabo de recuperar mi paz interior. Que se vayan
todos al diablo. Mi hijo es válido porque está vivo. Porque lo quiero. Porque
su padre de algún modo, en algún instante, lo quiso, si no no lo hubiera
engendrado. ¿Cómo puedo sentirme culpable por mis ganas de dar vida?, ¿qué
puede reprocharme Luis a mí que le posibilito trascender mientras él se reserva
el derecho de aceptarlo mientras insiste en que la decisión no fue suya? En
consecuencia tampoco la responsabilidad si las cosas no salen como quisiéramos.
Me
siento viva de nuevo. No sabés cómo agradezco haber podido escribirte esta
carta.
Te
felicito: vas a tener un sobrino.
Laura
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