miércoles, 16 de septiembre de 2015

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12/5/82
ESPERA

Qué pasillo infinito. Extraña cualidad de los pasillos: largos, finitos, infinitos. Hechos para ser corridos no recorridos. Quizá al construirlos especulen con ese poquito de claustrofobia que todos tenemos. ¿Vendrá del túnel materno? Órdenes: ¨Espere al final del pasillo¨. Obedezco, ¿pero dónde acaba? Fuerzo la vista, apuro el paso y aparece el tal final. Un final con banco y todo. ¿Cómo puede haber tantos bancos diferentes? Un abanico que se abre en los de plaza (chicos, novios, jubilados) y se cierra en los de hospital (enfermos, familiares, deudos) ¿Qué hago yo en este banco? Espero, por supuesto. Al final del pasillo. Cuando gané la beca no imagine en qué baile me metía. Yo esperando en un banco de hospital. Debo concentrarme con todas mis fuerzas para no darme cuenta del olor porque si no, vomito. Como cuando visitaba al abuelito. Yo quería ir a verlo pero invariablemente vomitaba. A veces a la salida, a veces en el ascensor. Pobre mamá, qué papelón. El olor a hospital, a sanatorio, a muerto. Porque el abuelo, claro, se murió. Pobre abuelo qué contento se pondría si me viera. Siempre quiso que estudiáramos. Cuánto soñó con que alguno de nosotros fuera médico. La Ciencia era su Dios. Su Dios todopoderoso que no pudo salvarlo. Ciencia versus Cáncer. Pero la ciencia solo triunfa en el Selecciones del Reader´s Digest. En la vida, en esta vida, no. Por lo menos todavía. Cuando me dieron la beca mi primer pensamiento fue para el abuelo. Casi palpé su orgullo: su nieta menor dedicada a la investigación y justamente en cáncer. Aunque no pude ser médica. La facilidad para el vómito transformó mi vocación. Su sueño. Pobre abuelo, demasiado tarde. La beca. Todavía no puedo creerlo. La ciencia, la pura y aséptica ciencia. El impecable laboratorio, los azulejos blancos. Blancos. Blancos como estos. Como estos que me gustan menos. No quiero estar acá. Pero la ciencia obliga. Yo esperando que termine una operación para que el cirujano me dé un tumor de mama que necesito sea un cáncer. Este será mi primer experimento importante. El tumor del quirófano a mis manos, de mis manos a los tubos de ensayo que están esperándolo. Preparar el medio de cultivo, esterilizar el material: más de dos días de trabajo. Necesito que sea un cáncer. Hasta hablaría con el patólogo para convencerlo. Es larga la espera. Como todas. Por definición una espera debe de ser larga. Si no, no es espera, es otra cosa. Las diez, ya. Tendría que llamarlo a Juan. Me extrañó lo que dijo la muchacha. Que Marina vuelva tarde es raro y que haya ido al médico sin avisarme, más. ¿Estará embarazada? No tenía buena cara el otro día pero yo pensé que era por lo de la fábrica. Pobre Juan, en este país, Martínez de Hoz mediante,  ya no se salva nadie. Tengo que llamarlo. Y yo aquí, atada. Esto dura más de lo pensado. ¿Será porque el tumor es muy grande? Cuanto más grande mejor así me alcanza para dos experimentos. Ya tengo todo planeado si pesa un gramo, medio o tres. Es increíble que algo tan chiquito pueda devorar a una persona. Más chiquito que una moneda y comiéndola. Aunque a veces las monedas también comen. Además de alimentar chanchitos con ranura comen a señores gordos como chanchos. Todavía me acuerdo del chancho que nos regaló el abuelo. A Marina y a mí. Durante casi un año le llenamos la panza hasta que no le cupo ni una sola monedita de cinco centavos. Lo rompimos y luego de largas deliberaciones ambas coincidimos que con el botín lo mejor sería comprar un chancho más grande. Evidentemente no hace falta ser viejo para ser conservador. Conseguimos uno tan grande que no nos alcanzó la infancia para llenarlo. ¿Qué habrá sido de ese chancho? Seguro que Marina lo tiene guardado en algún rincón. Esta Marina guarda todo. Es la memoria andante de la familia: los cuadros, las muñecas, los cuadernos. Amo su casa. Me tranquiliza ver a sus hijos durmiendo en nuestras cunas. La foto de Paulita compartiendo el marco con la del abuelo. Como la biblia contra el calefón. Cuando voy de visita salgo renovada. Hay bochinches lindos: los ladridos del perro, los gritos de los chicos llenos de mocos. Da gusto verlos, siempre contentos. Qué raro lo del domingo. No sé, la vi mal a Marina. Preocupada. Pensé en la fábrica pero ahora con lo del médico… Marina en el médico, qué ridículo, si más sana no puede ser. Ojalá que esté embarazada. No tuve oportunidad de preguntarle nada. Los almuerzos con la familia en pleno son un aquelarre. Pero esta Marina es mandada a hacer para ahorrarle a uno preocupaciones. Seguro que el domingo próximo estará radiante como siempre y yo aquí haciéndome mala sangre. Me estoy poniendo nerviosa. Tenerme casi una hora sentada, una verdadera tortura. Necesito hablar con Marina. Se me está acabando la paciencia. ¿Qué le pasará? Este olor empieza a superar mis posibilidades de negación. Se acerca una enfermera. Trae una cajita. Es mi tumor. Y si me lo trae es porque es maligno. Menos mal después de tamaña espera. Sí, soy la licenciada Paredes. Gracias, señorita. Al fin. ¿Cómo dice? Ah, sí, gracias señorita. Ahora el sobre con los datos, otra vez esperar. Este sí que es el cuento de nunca acabar. Un sobre con los datos. Claro, de alguien tenía que ser. Qué tonta, ni lo había pensado. En esta burocracia todo precisa  nombre, edad. Nombre, edad. Qué absurdo, un tumor es un número, qué otro dato. Me siento mal. Si no se apura voy a vomitar.  Y yo no estoy embarazada. No aguanto más. Si no salgo, vomito. Que se guarden los datos, me harté de esperar. Qué pasillo infinito. Si no corro, vomito. No aguanto más. Mamita, voy a vomitar. Marina, voy a vomitar.

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