Estoy
embarazada. ¿Te repusiste de la sorpresa? Yo todavía no.
Aunque
me había propuesto esperar más, cuando cumplí los siete días de atraso llevé el
correspondiente frasquito a la clínica, rotulado ¨Amelia Sánchez¨. Cuando lo
entregué me temblaban las manos, me parecía que todos se daban cuenta de que
era mío. Norma dijo que pensaba hacer los Gravindex en una hora, que después me
avisaba. Subí a mi laboratorio pero en tal estado de nervios que no quería que
nadie me viera. Agarré la cartera y me fui a tomar un café a lo de don José,
con tan mala suerte que encontré allí al doctor Giménez que empezó a comentarme
los últimos resultados del plan de medicación que yo le había ayudado a
diseñar. Lo peor es que cada tanto requería mi opinión y yo no tenía la menor
idea de qué me había estado hablando. En cuanto pude zafé y regresé a la
clínica. Faltaban quince minutos para el plazo establecido pero no pude
aguantar más y bajé a buscar a Norma. La encontré sentada al microscopio.
Cuando escuchó mis pasos, levantó la vista.
-Justo
estoy mirando la muestra que trajiste- comentó.
Volvió
a su trabajo y después de un segundo propuso:
-¿Querés
mirar a ver qué te parece?
Asentí
con la cabeza y ocupé el lugar que ella dejaba. Me asomé al preparado tratando
de recordar lo aprendido durante mi adiestramiento general en la clínica, años
atrás. En un instante rescaté de la memoria la imagen del pequeño y
transparente puntillado desplazándose por el portaobjetos. Sin despegarme del
ocular, galopándome el corazón, arriesgué:
-Parece
que te enseñé bien –confirmó Norma- cuando esté ocupada me podés hacer el
relevo. ¿Es de una amiga?
Quise
que la tierra me tragara. Me levanté y contesté, ya mientras me iba:
-Es
de una prima, el primero.
Subí
en estado de exaltación total Casi treinta años esperando este momento. Tenía
ganas de reírme, ganas de llorar. Pero lo que más deseaba era que el tiempo
quedara congelado en ese instante. En el de la revelación de mi fertilidad.
Me
escapé por la puerta de atrás, contenta de haber ido ese día con el coche.
Necesitaba estar sola. Conmigo, con mi hijo. Subí al auto y cuando me quise
acordar ya estaba en Libertador, apretando el acelerador más de la cuenta. Me
asusté. Por momentos dudaba de la credibilidad del análisis. Pensaba en
confusiones de muestras, en reactivos vencidos. Eso no podía estar pasándome a
mí. Recién cuando llegué a Cabildo se me asomó la imagen de Luis. Me congelé de
pánico. No quería volver a casa, no quería verlo. Controlé mi impulso de huir y
estacioné frente al departamento. El ascensor estaba bajando. Abrí la puerta y
me encontré de frente con Luis.
-Voy
a la ferretería, ¿me acompañás?
Lo
seguí tratando de regularizar mi respiración. Empezó a contarme las
alternativas de una entrevista que había tenido ese día para un nuevo trabajo.
Descubrí, con sorpresa, que me había olvidado. Estaba eufórico porque,
aparentemente, había hecho muy buen papel. Regresamos a casa con el paquetito
de tornillos y medio kilo de mandarinas que se le antojaron en el trayecto. Fue
a la cocina y desde allí comunicó:
Aprovechando
la situación me recosté en la cama. Con taquicardia. No tenía la menor idea de
cómo enfrentar la revelación. Mi única necesidad era postergarla. Salí de la
ducha para sentarme a la mesa. Comimos comentando la rendición. Imaginate lo
que me interesaban en ese momento Galtieri y las Malvinas. Pelando una mandarina
Luis reclamó la respuesta a una pregunta que acababa de hacerme. Yo no la había
registrado. Ante mi cara de despiste preguntó:
-Laura,
¿dónde andás?, ¿qué te pasa?
Sin
tiempo de pensarlo contesté:
No
creo que pueda olvidar la expresión de su cara. Se puso lívido en un segundo.
-Me
imagino que no pensarás tenerlo –dijo.
-La
responsabilidad es tuya.
Así
seguimos reprochándonos el uno al otro en una escena que se parecía tanto a mis
fantasías adolescentes de la anunciación
como un mosquito a un elefante. Me sentí denigrada, estafada en treinta años de
esperar ese instante.
Me
encerré en el cuarto diciéndole que necesitaba estar sola. Al rato sentí el
ruido de la puerta de calle. Lloré todo lo que pude. Me quedé dormida sin
desvelarme. Me despertó el sonido de sus pasos. Venía más tranquilo, buscando
el diálogo.
No
conseguí que reconociera su parte de responsabilidad, que había sido advertido,
etc., etc.. Seguía insistiendo en que él no lo había buscado, en que no lo
quería, que no estaba preparado, que no estábamos preparados como pareja.
Interrumpí su monólogo comunicándole:
-Mirá,
Luis, yo lo voy a tener. Vos sos dueño de hacer lo que te parezca, de irte o de
echarme.
Se
metió en el baño sin contestarme. Luego se acostó a mi lado en silencio y apagó
la luz
Me
desperté sobresaltada. Ya se había ido. No sé cómo junté fuerzas para
levantarme e ir a la clínica. Cuando estaba por terminar el trabajo del día lo
vi entrar a mi laboratorio. Me saludó como de costumbre y preguntó si me
faltaba mucho. Salimos juntos y fuimos a tomar un café a lo de don José.
-¿Qué
vamos a hacer? –preguntó.
-Ya
te dije lo que yo pienso hacer, no puedo responder por vos.
-¿No
te das cuenta de que lo que hagamos lo tenemos que hacer juntos?, ¿no te das
cuenta de que el hijo es de los dos?
Recién
en ese instante tomé conciencia de lo que decía. Tenía razón. No era un bien
mío. El hijo era de los dos. Él también tenía derecho a decidir sobre su
destino.
-Yo
no quiero tenerlo –insistió- pero te imaginarás que no puedo abandonarte porque
vos decidas que nazca. A él no lo quiero pero a vos sí.
Justo
en ese momento apareció el doctor Giménez que está vez sí resultó oportuno. Se
sentó a nuestra mesa.
Regresamos
a casa, comimos un sandwich y nos acostamos sin volver a hablar del tema.
Cuando
me levanté, de nuevo no estaba. Es como los gatos, se mueve sin hacer ruido.
Sobre la mesa del comedor encontré la taza del desayuno preparada y una notita:
¨Te quiero mucho. Perdoname¨.
Otra
vez vino a buscarme a la clínica. Me invitó a comer afuera. Charlamos
intrascendencias. Volvimos a casa y me acosté.
Sentí
los pasos y me apuré para hacer lugar en la mesa de luz para las infaltables
tazas de café. Pero apareció con una botella de champagne y dos copas.
-¿Conseguiste
el trabajo? –pregunté descolocada.
-Sí
–respondió- parece que los hijos vienen con un pan debajo del brazo.
Releo
lo que escribí y parece una telenovela. Perdoname los detalles. No sé cómo hacer
para involucrarte en esto, para sentirte cerca. Todavía no se lo conté a nadie.
Te necesito a vos. Cómo podía prever luego de tantos años de fantasear en
conjunto, que este momento me iba a pescar lejos de mi hermana. Cada vez te
perdono menos la distancia.