miércoles, 6 de mayo de 2015

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5/12/79
HOJITAS DE LECHE

El lunes, a la hora convenida, se coló en San Telmo. Subió las escaleras, atravesó el patio con sol  con triciclos y, venciendo las ganas de golpear la puerta, tocó, civilizada, el anacrónico timbre.
Para reponerse de su cobardía giró para guardarse en la retina un gramo de sol y dos malvones. Al darse vuelta ya no había puerta. Estaba la sonrisa de Carlos y sus ojos de sueño. Se merecía un caramelo de leche.
No tuvo tiempo ni de sacarse la campera cuando el niño Carlos reapareció diciendo: ¨Tenés dos regalos; este mío por tu colaboración forzada y este de Moni¨. Se encontró con un paquete sospechosamente libro en una mano y, en la otra, una planta. Una plantita.
Un vasito con algodón y secante le hizo recordar su germinación escolar. Se vio con guardapolvo blanco llevando, triunfante, su poroto sobreviviente al colegio. Cuántos años.
Pegada al vaso una notita:
Leticia: ¿No es divina? Nació el 17 de octubre, pero no tiene nada que ver con balcones, es de interior. Come agua todos los días y tiene cinco hermanas. ¿No es divina?
         Mónica
Se abstrajo de la historia del poroto y la miró. Un tallo finito y largo y dos hojas. Solo eso. Y toda la fragilidad del mundo cobijada en el secante. Algo le pasó. No supo qué pero desde ese primer instante quedó ligada, como pocas veces a algo, quizá como ninguna, a esas dos hojitas colgadas del aire.
Sin lograrlo del todo dejó de mirarla y emprendió la tarea. Esa suerte de test. De a ratos le sabía a encuesta. Ella en una silla. Enfrente los ojos con sueño preguntando. Anotando. A un costado, al límite de su campo visual, la planta. Sin verla percibía su presencia. Seguía estando. Suya.
Al despedirse la frase de Carlos (tan tierna como su sueño, no del todo derrotado): ¨Estas hojitas son como de leche, ¿viste?, después le salen otras, más grandes, distintas¨.
Justo eso. Hojitas de leche. Cerrado el lazo.
La sonrisa quedó detrás de la puerta. En la mano, la plantita; bajo el brazo ¨Narciso y Goldmundo¨. Cruzó el patio con malvones y con triciclos, pero ya sin sol. Llegó hasta el coche y, con toda precaución, le buscó un rinconcito en el asiento. Cuando llegó, tuvo que luchar con sus ganas de bajarla. Las venció, cerró la puerta y le dio la espalda, las ganas transformadas en tibia culpa.
Trabajó hasta tarde. Las cuadras que la separaban del auto le parecieron interminables. A cada paso crecía su inquietud junto con el ritmo del siguiente paso. Tuvo que luchar, ahora, con sus ganas de correr. Llegó agitada y respiró al verla. Tan chiquita. Dócil. Esperándola.
De acuerdo a lo convenido rodó buscando la avenida y entre dos bocinazos descubrió a su padre en la esquina convenida Se arrimó al cordón. Abrió la puerta y recogió con prisa la plantita. La sostuvo en la mano mientras él subía al coche. Cuando lo vio instalado le alcanzó el vaso y le pidió: ¨Cuidame mi planta bebé, recién me la regalaron¨. ¨Si la ve Elena te la roba¨. Elena, la mujer de su padre. Y varias plantas intercambiadas en su historia. Como lazos, a falta de sangre. Pero esta no.
Cuando llegó a su casa luego del cine y de la cena, le echó un poco de agua, con la cartera todavía colgada. Dejó el vasito sobre la mesa y se zambulló en la cama. Al buscar compañía se percató de que Narciso y Goldmundo dormirían esa noche en el auto. Apagó el velador y casi se desmayó.
A la mañana, apurada como siempre, salió sin mirarla.
Al regresar, humedeció el secante como le enseñara Carlos. Y la señorita, ¿María Helena? Se propuso conseguir tierra y trasplantarla.
Pero rodaron los días y la planta bebé seguía en su vaso. No podía explicarse la cotidiana postergación a pesar del temor a dañarla con el retraso. Cada noche al volver la miraba respirando de alivio al ver las redonditas hojas intactas, las nervaduras como finas venas en la perfecta forma de las hojas-alas. La línea simple, el diseño puro, el hilo del tallito. Dientes de leche.
Por fin llegó el fin de semana. Se impuso la tarea relegada. Eligió la maceta más chiquita. Redonda cuna de las hojas tiernas.
Con más cuidados de los existentes sacó el secante tutelar. Le temblaban las manos. Batida la primera frontera. La empresa dura fue desgajarla del algodón. Las raicitas no se resignaban a la separación y se aferraban como con diez dedos a la única fuente conocida de sustento. No logró desprenderlas. Algunas raíces se rompieron. Optó por plantarla con las hebras que más enérgicamente habían resistido. Pese a lo difícil de ese casi parto, ahí quedó, paradita en la tierra. En su cuna maceta. Tan fina, tan frágil. Tan esbelta en su pequeñez. Viva.
Nunca había tenido éxito en sus anteriores trasplantes escolares. Todavía recordaba su decepción, su tristeza, ante las hojas que empezaban a marchitarse, incapaces de adaptarse a la tierra. De crecer. Por eso no la tranquilizó del todo ver que sobrevivía los primeros días. No quería ilusionarse.
Pero prendió. Lo notó en el color levemente distinto de las hojitas de leche.
Uno de esos días regresó a San Telmo, a terminar el trabajo. Vio a una hermana de su planta y se asustó. Doblemente se asustó. Como un espejo del tiempo. Temor porque su plantita casi no había crecido (¿la demora en el trasplante?). Temor de ver cómo sería cuando creciera. Las frágiles hojas, robustas. Otras en ciernes. Adolescente.
Esa noche tuvo un sueño. Veía a su planta seca. Absoluta y totalmente seca. Removía la tierra buscando la causa y sus manos se convertían en una mezcla de barro, algodón y raíces podridas. Gritaba. Gritaba. Se despertó vacía. Seca. Muerta. Encendió el velador. Sobre la mesa, pícara, su planta.
Todas las mañanas, mientras la regaba, la observaba detenidamente en busca de huellas de crecimiento. Nada. Su inquietud aumentaba. Dejó de ir a San Telmo. Carlos y Moni la llamaban, pero siempre encontraba excusas. Para ellos y para sí misma. Fue abandonado sus actividades. Empezó a faltar al trabajo. Permanente vigía.
Hasta que una mañana, al regarla, encontró el botón de una minúscula hojita. No, de dos. En el mismo instante nacieron su alivio y su angustia.
Ese día fue a trabajar. Cuando regresó, sin cerrar la puerta, corrió hacia su planta. Vio las nuevas hojas pugnando por rasgar la vaina. Minúsculas. Casi imperceptibles. Pero reales.
Y así, día tras día. Cada vez menos botón, más hojas. Insoportable ese lento desnudarse.
Hubo un montón de inventos para llenar las horas y demorar el regreso. Pero más tarde o más temprano, fatalmente, tenía que enfrentarse con las cotidianas transformaciones. Por momentos fantaseaba con no regarla más, imaginándose que así no crecería pero seguiría viviendo. Pronto aterrizaba su sentido común y corría a buscar la jarrita con agua.
Una tarde, al acercarse vio dos nuevas hojitas plenas. Horrorizada, tomó la maceta, abrió la ventana y la tiró.
Salió corriendo y tardó en regresar.

Había comprado algodón, secante y semillas.

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