20/8/79
DE OTRA RAZA
Crecí asomada a
tu sonrisa. Asomándome al espejo a rescatar, paciente, un gesto tuyo. De a
largos ratos quieta concentrada en intuir una llamada. Si me llamabas, lista.
Mientras fui sola me consolaba saber que yo era lo único capaz de detener cinco
minutos tu mirada. Pobre papá, creo que
hasta me envidiaba. Él sí que me observaba por largas horas con sus ojos fijos.
Siempre tan serio papá y tan juzgando. Sería por eso que siempre le escapabas.
Tus libros.
Durante años sobreviví pensando que el exilio era el castigo a mi ignorancia.
Pero no. Aprendí letras que después fueron palabras que logré descifrar de
todas las hojas de casi todos los libros. Porque permaneció cerrada la puerta
del exilio. Tus libros, no. Cuántas veces te pedí que me dejaras ver tus
libros. Pero no. No había permiso para que mis ojos leyeran tus manos. Gastaba
meses inventando trampas, derrotada en las letras, para filtrarme en tu
frontera. Y uno tras otro mataste mis intentos y desestimaste mis progresos.
Decía, mamá, que
todo eso lo soporté mientras fui sola. Pensaba que todas las mamás eran lejanas. Tan lindas y lejanas. Pero
nació Lucía. Tengo clavada la mirada con que trajiste a Lucía a casa. De triunfo.
Vos, que ni te asomaste a mi hepatitis, preocupada por los resfríos tontos de
Lucía. Asombro. En un principio sobre todo, asombro. Habría podido
acostumbrarme a que te ocuparas de ella si solo eso hubiera ido lo distinto. Lo
peor era sentir que ustedes eran de otra raza. Como un sello en la frente.
Y creció Lucía.
Tan fuerte. No por alta o por pesada. Por fuerte, mamá. Tenía ese algo en la
mirada que eras vos misma. Tu fuerza. Yo no quería mirarla porque no quería
verte, porque no quería quererla en tu mirada. Pero fue inútil. Me conquistó
como a todos. Tan rubia. Tan linda.
Después el
viaje. No tus cortos viajes de antes, esos que durante días te tenían encerrada
eligiendo libros y recitando conferencias. Esos de los que volvías más
triunfante que nunca. Y más linda. No esos viajes. El de todos. La mudanza.
Buenos Aires fue
para Lucía lo que Lucía para mí. Una catástrofe. Salías mucho, volvías tarde.
Te la olvidaste. Pero en lugar de disfrutar de la venganza, sufrí por ella. Más
que ella. Porque Lucía es de tu raza. De los fuertes.
Cada día estabas
más cambiada. No la mirabas a Lucía. Pero yo sentía, adentro, que la querías
fuerte. Mucho. Más fuerte que antes. Creo que ella también se daba cuenta. Por
eso no lloraba.
Y ayer fue tan
raro, mamá, cuando viniste, entraste al cuarto y la miraste fijo. No abrió la
boca. Cuando le pusiste el tapadito (ya le queda corto, ¿viste?) tampoco
preguntó nada. Se agarró de la mano que le diste y salieron juntas. Vos morena,
ella rubia pero tan parecidas las miradas.
Yo, claro, tuve
que seguirlas. No fueron lejos. La llevaste cargada en los brazos, como antes,
solo unas cuadras. Hasta el barcito de la esquina, con las mesitas a
cuadros en la calle. Entraron. Me apoyé en la pared y vi desde la puerta que le
arreglabas el flequillo con la mano. Te trajeron un café. A ella, naranjada.
En otra mesa
había un señor muy joven. Rubio. Yo me di cuenta de que las miraba y miraba.
Claro, me dije, son las dos tan lindas. ¿Sabés qué raro, mamá?, no entiendo
cómo, pero miré al señor y le sentí a Lucía en la cara. Él te sonreía pero triste.
Entonces te miré
de nuevo. Llorabas. Y casi me mareo del asombro.
Mamita,
¡llorabas!
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