miércoles, 25 de marzo de 2015

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20/8/79
DE OTRA RAZA

Crecí asomada a tu sonrisa. Asomándome al espejo a rescatar, paciente, un gesto tuyo. De a largos ratos quieta concentrada en intuir una llamada. Si me llamabas, lista. Mientras fui sola me consolaba saber que yo era lo único capaz de detener cinco minutos tu mirada. Pobre papá,  creo que hasta me envidiaba. Él sí que me observaba por largas horas con sus ojos fijos. Siempre tan serio papá y tan juzgando. Sería por eso que siempre le escapabas.
Tus libros. Durante años sobreviví pensando que el exilio era el castigo a mi ignorancia. Pero no. Aprendí letras que después fueron palabras que logré descifrar de todas las hojas de casi todos los libros. Porque permaneció cerrada la puerta del exilio. Tus libros, no. Cuántas veces te pedí que me dejaras ver tus libros. Pero no. No había permiso para que mis ojos leyeran tus manos. Gastaba meses inventando trampas, derrotada en las letras, para filtrarme en tu frontera. Y uno tras otro mataste mis intentos y desestimaste mis progresos.
Decía, mamá, que todo eso lo soporté mientras fui sola. Pensaba que todas las mamás eran lejanas. Tan lindas y lejanas. Pero nació Lucía. Tengo clavada la mirada con que trajiste a Lucía a casa. De triunfo. Vos, que ni te asomaste a mi hepatitis, preocupada por los resfríos tontos de Lucía. Asombro. En un principio sobre todo, asombro. Habría podido acostumbrarme a que te ocuparas de ella si solo eso hubiera ido lo distinto. Lo peor era sentir que ustedes eran de otra raza. Como un sello en la frente.
Y creció Lucía. Tan fuerte. No por alta o por pesada. Por fuerte, mamá. Tenía ese algo en la mirada que eras vos misma. Tu fuerza. Yo no quería mirarla porque no quería verte, porque no quería quererla en tu mirada. Pero fue inútil. Me conquistó como a todos. Tan rubia. Tan linda.
Después el viaje. No tus cortos viajes de antes, esos que durante días te tenían encerrada eligiendo libros y recitando conferencias. Esos de los que volvías más triunfante que nunca. Y más linda. No esos viajes. El de todos. La mudanza.
Buenos Aires fue para Lucía lo que Lucía para mí. Una catástrofe. Salías mucho, volvías tarde. Te la olvidaste. Pero en lugar de disfrutar de la venganza, sufrí por ella. Más que ella. Porque Lucía es de tu raza. De los fuertes.
Cada día estabas más cambiada. No la mirabas a Lucía. Pero yo sentía, adentro, que la querías fuerte. Mucho. Más fuerte que antes. Creo que ella también se daba cuenta. Por eso no lloraba.
Y ayer fue tan raro, mamá, cuando viniste, entraste al cuarto y la miraste fijo. No abrió la boca. Cuando le pusiste el tapadito (ya le queda corto, ¿viste?) tampoco preguntó nada. Se agarró de la mano que le diste y salieron juntas. Vos morena, ella rubia pero tan parecidas las miradas.
Yo, claro, tuve que seguirlas. No fueron lejos. La llevaste cargada en los brazos, como antes, solo unas cuadras. Hasta el barcito de la esquina, con las mesitas a cuadros en la calle. Entraron. Me apoyé en la pared y vi desde la puerta que le arreglabas el flequillo con la mano. Te trajeron un café. A ella, naranjada.
En otra mesa había un señor muy joven. Rubio. Yo me di cuenta de que las miraba y miraba. Claro, me dije, son las dos tan lindas. ¿Sabés qué raro, mamá?, no entiendo cómo, pero miré al señor y le sentí a Lucía en la cara. Él te sonreía pero triste.
Entonces te miré de nuevo. Llorabas. Y casi me mareo del asombro.

Mamita, ¡llorabas!

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