miércoles, 18 de marzo de 2015

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17/8/79
Buenos Aires. Largas veredas con árboles. Cada baldosa conocida. La tarde no se resigna a irse y lucha en calma. Los pasos de Javier. Retroceden pero avanzan. En cada paso una derrota de las intenciones. No quiere ir, no va a ir, pero está yendo. Sabe que fatalmente irá. Como siempre. Las baldosas lo conducen. La reja. La casa. Ese eterno desconcierto de no poder vincularlas. Desazón.
La reja cede, mansa, a la presión de su mano. Apenas se queja chirriando. Javier entra, ya resignado. Mortalmente cansado por la lucha. Derrotado como siempre. Dos ladridos. Todo en su lugar y tan irreal pese a todo. Se acomoda la cabeza del perro bajo su mano. Tanto cansancio en la presabida caricia. Es lánguida esta tarde, Javier. Como un desmayo. Tan repetida que podría ser ayer. O peor: mañana.
Las puertas ceden. Se acomoda a su cuerpo el espacio. Lo contiene. María lo saluda sin apartar los ojos de las manos ocupadas. Javier la observa. Un mimbre. Roja la cascada del cabello. Perfecta la carita afilada. Es un dibujo. Como siempre admira a la mujer que guarda. Cada día un poquito más afuera.
Los pasos lo conducen al camino conocido. María, sin mirarlo, dice: ¨Mi mamá no está, se fue¨.
Tenía que suceder lo distinto. Javier se despega del cansancio. Se alarma. Averigua, ¨Yo no sé nada¨, contesta María, las manos atareadas. Él insiste. ¨Montevideo, qué más da. Ya volverá. Quizá mañana. O en un año. Dejame¨.
Javier sube la escalera. Ahora a la izquierda. La vocecita de Lucía lo llama. Hasta ella conoce el peso de sus pasos. La nena se asoma como un duende por la puerta entornada.
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