18/8/79
Querida
Claudia:
No
tengo paciencia para esperar tu carta. Me pasó algo importante: empecé a
escribir.
Vos
sabés que desde siempre me resultó más fácil acercarme con unas líneas que
hablar de mis sentimientos, mis pensamientos. Mis ¨poesías¨ para los
cumpleaños. Pero de allí mucho no pasé. Hubo un par de intentos pero al
encontrarme con una hoja en blanco me daba tanta angustia, tanto pánico, que al
instante olvidaba lo que un minuto antes sentía, imperiosamente, que tenía que
comunicar. Sin embargo, siempre tuve la sensación de algo pendiente. Supongo
que la estela de papá debe de tener que ver con el asunto. Una vez me animé y
le mostré unas líneas con pretensión de cuento. Cuando terminó de leerlas dijo:
¨Es un interesante ensayo sobre el insomnio, pero concizo no lleva z¨. En ese
instante comenzó y terminó nuestra comunicación literaria.
Vuelvo
al grano. Como sabés no estoy pasando el mejor de mis momentos. Eduardo me dejó
super movilizada y, además, no es tan fácil ni tan divertido como parece esto
de vivir sola.
Comencé
a pensar cómo conocer a alguien, dónde, a través de cuál actividad. El coro en
su momento cumplió tal objetivo. ¿Qué me gustaba hacer?, ¿para qué tenía
aptitudes? Tardé solo un instante en contestarme: escribir. Corolario: taller
literario,
Pasaron
semanas hasta que descubrí un cartelito en la panadería de la esquina de la
Clínica. ¨Taller de escritores, Raúl Correa. Poesía y cuento¨. Era justo al
lado. Seguí caminando hasta la parada del colectivo. Pero al día siguiente
volví y tomé los datos.
Cuando
salí de la clínica, todavía sin decisiones, me encontré subiendo los tres pisos
por escalera de esos departamentos viejos típicos de Constitución. Estuve como
cinco minutos ante el timbre, paralizada. Toqué, por fin, y se abrió. ¿Sabés en
qué consistía el presunto taller literario? Un gran salón con piso de parquet y
enormes ventanales y una sola silla thonet (¿recordás la de la abuela?).
Enfrente, un banco; al lado, un enorme perro. Recién después miré a quien había
abierto la puerta de par en par. Un tipo alto, medianamente joven, morocho, que
me observaba interrogante. Hubiera querido salir corriendo. Me quedé, sin
embargo.
Casi
balbuceando me referí al cartel. Me señaló el banquito y él se ubicó en la
silla. Me preguntó qué escribía. Mi primer impulso fue decirle que en realidad
aún no escribía. Me rectifiqué contándole que, a veces, intentaba hacer
poesías. Quiso ver alguna. De casualidad (¿de casualidad?) llevaba dos
servilletas de bar borroneadas. Se las
tendí. Las leyó, con cara de aprobación. Resolvió que me daría clases
particulares de cuento y que, si servía, no me cobraría. Quedé azorada. Me
preguntó cuándo empezaba. Contesté que tenía otra idea, que me interesaba un
trabajo grupal sobre poesía, que tendría que pensarlo. Se levantó, disgustado.
Ya al lado de la puerta me miró fijo y ordenó: Te espero mañana a esta misma
hora. Salí temblando.
Bien
conocés mi escasa resistencia a los mandatos, Al día siguiente salí de la clínica , subí y toqué el timbre. Me corría la transpiración.
Abrió
y, sin decir ni buenas tardes, se sentó en la silla. Sin más opción, ocupé el
banquito. El perrazo dormitaba, indiferente.
Comenzó
a hablar sobre los orígenes y la historia del cuento, sobre sus principales
representantes. Me entregó un apunte con membrete. Membrete que fue lo único
que me tranquilizó desde que lo conocí. Me preguntó qué leía. Mencioné a
Cortázar, Arlt, Benedetti, Sartre, todo lo último que tuve entre manos. Pronto
estábamos charlando con fluidez, compartiendo opiniones, impresiones. Me
relajé: nadaba en mi salsa. Fue hasta un cuartito vecino. No tuve más remedio
que seguírlo. Un escritorio y sillas. Dos, esta vez. Nos sentamos. Me contó una
historia. Para ser más precisa, me describió
rasgos de algunos personajes frente a una situación. Al terminar me dio una
hoja y me alcanzó un
portalápices del que elegí una birome. ¨Escribe sobre lo que acabo de
narrarte¨, ordenó.
Te
digo, Claudia, que pese al inicial ataque de pánico empuñé la birome y empecé a
escribir. Como si alguien me estuviera dictando. Como si estos veintiséis años
hubieran sido solo una preparación para ese momento. Perdí la noción del
tiempo. Hasta que escuché: ¨Suficiente por hoy¨. Garabateé una frase final y
entregué hoja. La leyó y sentenció. ¨Sirves; escribe otro cuento sobre esto y
vuelve el jueves¨.
Dijo
¨otro¨ y ¨cuento¨. ¿Acababa de escribir un cuento?.
Salí
deseando no encontrarme con nadie y paré un taxi. Llegué a casa, comí lo que
había y me senté, lapicera en mano. Se repitió el milagro: escribía. El alivio
fue similar al que experimenté el primer día que logré escribir una oración,
arrasando seis años de total convencimiento de que jamás lograría superar mi
analfabetismo.
Volví
el jueves y se repitió la historia. Aunque los personajes fueron otros. Escribí
allí y me dio tarea para el hogar que, en cuanto termine esta carta,
enfrentaré. Ojalá que pueda. Deseame suerte.
Besos
mil.
Laura
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