viernes, 20 de marzo de 2015

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18/8/79
Querida Claudia:
No tengo paciencia para esperar tu carta. Me pasó algo importante: empecé a escribir.
Vos sabés que desde siempre me resultó más fácil acercarme con unas líneas que hablar de mis sentimientos, mis pensamientos. Mis ¨poesías¨ para los cumpleaños. Pero de allí mucho no pasé. Hubo un par de intentos pero al encontrarme con una hoja en blanco me daba tanta angustia, tanto pánico, que al instante olvidaba lo que un minuto antes sentía, imperiosamente, que tenía que comunicar. Sin embargo, siempre tuve la sensación de algo pendiente. Supongo que la estela de papá debe de tener que ver con el asunto. Una vez me animé y le mostré unas líneas con pretensión de cuento. Cuando terminó de leerlas dijo: ¨Es un interesante ensayo sobre el insomnio, pero concizo no lleva z¨. En ese instante comenzó y terminó nuestra comunicación literaria.
Vuelvo al grano. Como sabés no estoy pasando el mejor de mis momentos. Eduardo me dejó super movilizada y, además, no es tan fácil ni tan divertido como parece esto de vivir sola.
Comencé a pensar cómo conocer a alguien, dónde, a través de cuál actividad. El coro en su momento cumplió tal objetivo. ¿Qué me gustaba hacer?, ¿para qué tenía aptitudes? Tardé solo un instante en contestarme: escribir. Corolario: taller literario,
Pasaron semanas hasta que descubrí un cartelito en la panadería de la esquina de la Clínica. ¨Taller de escritores, Raúl Correa. Poesía y cuento¨. Era justo al lado. Seguí caminando hasta la parada del colectivo. Pero al día siguiente volví y tomé los datos.
Cuando salí de la clínica, todavía sin decisiones, me encontré subiendo los tres pisos por escalera de esos departamentos viejos típicos de Constitución. Estuve como cinco minutos ante el timbre, paralizada. Toqué, por fin, y se abrió. ¿Sabés en qué consistía el presunto taller literario? Un gran salón con piso de parquet y enormes ventanales y una sola silla thonet (¿recordás la de la abuela?). Enfrente, un banco; al lado, un enorme perro. Recién después miré a quien había abierto la puerta de par en par. Un tipo alto, medianamente joven, morocho, que me observaba interrogante. Hubiera querido salir corriendo. Me quedé, sin embargo.
Casi balbuceando me referí al cartel. Me señaló el banquito y él se ubicó en la silla. Me preguntó qué escribía. Mi primer impulso fue decirle que en realidad aún no escribía. Me rectifiqué contándole que, a veces, intentaba hacer poesías. Quiso ver alguna. De casualidad (¿de casualidad?) llevaba dos servilletas de bar borroneadas.  Se las tendí. Las leyó, con cara de aprobación. Resolvió que me daría clases particulares de cuento y que, si servía, no me cobraría. Quedé azorada. Me preguntó cuándo empezaba. Contesté que tenía otra idea, que me interesaba un trabajo grupal sobre poesía, que tendría que pensarlo. Se levantó, disgustado. Ya al lado de la puerta me miró fijo y ordenó: Te espero mañana a esta misma hora. Salí temblando.
Bien conocés mi escasa resistencia a los mandatos, Al día siguiente salí de la clínica , subí y toqué el timbre. Me corría la transpiración.
Abrió y, sin decir ni buenas tardes, se sentó en la silla. Sin más opción, ocupé el banquito. El perrazo dormitaba, indiferente.
Comenzó a hablar sobre los orígenes y la historia del cuento, sobre sus principales representantes. Me entregó un apunte con membrete. Membrete que fue lo único que me tranquilizó desde que lo conocí. Me preguntó qué leía. Mencioné a Cortázar, Arlt, Benedetti, Sartre, todo lo último que tuve entre manos. Pronto estábamos charlando con fluidez, compartiendo opiniones, impresiones. Me relajé: nadaba en mi salsa. Fue hasta un cuartito vecino. No tuve más remedio que seguírlo. Un escritorio y sillas. Dos, esta vez. Nos sentamos. Me contó una historia. Para ser más precisa,  me describió rasgos de algunos personajes frente a una situación. Al terminar me dio una hoja y me alcanzó un portalápices del que elegí una birome. ¨Escribe sobre lo que acabo de narrarte¨, ordenó.
Te digo, Claudia, que pese al inicial ataque de pánico empuñé la birome y empecé a escribir. Como si alguien me estuviera dictando. Como si estos veintiséis años hubieran sido solo una preparación para ese momento. Perdí la noción del tiempo. Hasta que escuché: ¨Suficiente por hoy¨. Garabateé una frase final y entregué hoja. La leyó y sentenció. ¨Sirves; escribe otro cuento sobre esto y vuelve el jueves¨.
Dijo ¨otro¨ y ¨cuento¨. ¿Acababa de escribir un cuento?.
Salí deseando no encontrarme con nadie y paré un taxi. Llegué a casa, comí lo que había y me senté, lapicera en mano. Se repitió el milagro: escribía. El alivio fue similar al que experimenté el primer día que logré escribir una oración, arrasando seis años de total convencimiento de que jamás lograría superar mi analfabetismo.
Volví el jueves y se repitió la historia. Aunque los personajes fueron otros. Escribí allí y me dio tarea para el hogar que, en cuanto termine esta carta, enfrentaré. Ojalá que pueda. Deseame suerte.
Besos mil.

Laura

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