24/10/79
EL DÍA PERFECTO
Como todos los
días se despertó con la vaga sensación de ser extranjera de su día precedente.
Sacudió la cabeza, abrió los ojos y se ajustaron las piezas, se redimensionaron
el espacio y el tiempo. Como siempre. Pero distinto. Porque se levantó con la
firme decisión de que ese día sería perfecto.
Todo había
comenzado bajo la ducha. Una de esas duchas reparadoras que la reconciliaban
con la vida. Pensó que era una de las cosas que más placer le proporcionaba. Se
preguntó cuáles otras. Mientras se secaba siguió eligiendo y dejando de lado.
Hasta que la sacudió una idea. ¿Por qué no todo junto? En secuencia organizada.
Perfecta. El timbre la apartó de sus planes por esa noche y por muchas otras.
Pero volvió la idea. Primero tímida, como flotando. Acercándose para escapar
luego. Y nuevamente noches y días. Cada vez viniendo más y yéndose menos. Hasta
que se quedó. Le resulta difícil precisar el tiempo porque solo se recuerda
planeándolo. Desde siempre. Los últimos meses no fueron más que una espera.
Tensa. Atenta a alguna señal externa que le indicara que ese era el día. Sin
saber cuál sería la señal. Esperándola.
Y hoy, al
levantarse, fue muy raro sentir cada paso conocido de antemano. Todo fue
abandonarse a los hilos que se movían solos. Desde la espera de los días, de
los meses, de los años.
Se levantó y al correr
la cortina descubrió, sin sorpresa, el cielo pulido y el sol redondo. Abrió la
ventana. Cerró los ojos y su piel recibió el doble impacto del aire fresco,
frío y del sol tibio, calentándola. Todo sería fácil. Muy fácil.
Fue hacia el
baño. El espejo le devolvió su mejor cara. Se vistió bien sin elegir lo ya
elegido. Quedó conforme con su imagen,
El diario bajo
la puerta. El aroma del café recién hecho, de las tostadas. Manteca y mermelada
de frambuesa. La radio, claro.
Después fue
enfrentarse de lleno con el anuncio de la ventana. Una espléndida mañana. Buscó
el coche. Más temprano que de costumbre. Santa Fe. 9 de julio. Un placer sentir
la calle despejada, abandonándose a su paso. Casi caricia. Y más rápido. Más.
Un vértigo de sol, de viento.
Llegó al
laboratorio y trabajó toda la mañana. Segura. Eficiente. Dio órdenes y disfrutó
de la tarea de sus manos. Siempre le maravillaba verlas moverse. Diligentes.
Rápidas. Delicadas. Entre los tubos, amando el vidrio. Casi independientes de
ella. Con vida propia. Serenas. Minuciosas.
Un sandwich para
el almuerzo. El revuelo de papeles sobre el escritorio cediendo, disciplinados,
al poder de sus manos. Renaciendo el orden. Sobre el café, dócil el artículo en
la revista abierta. Tomó dos o tres notas que supo serían útiles. Se sintió
capaz. Sumamente capaz.
Cuando miró el
reloj, las cuatro la tomaron de sorpresa. Todavía a tiempo. Buscó el teléfono y
lo llamó. El punto más frágil de la jornada. Pero él dijo que sí, que iría.
Satisfecha. Dio por terminada la jornada laboral.
Se fue de
compras. Un vestido, zapatos. Veredas soleadas, con calma. Repensó la cena ya
planeada y entró al supermercado. Le divertía ese jugar a ser grande. El placer
de elegir, de comprar, de tener.
Llegó a su casa.
Todo en orden. Jueves, claro. La pila de ropa planchada. Acomodó los jazmines
en un florero y se internó en la cocina.
En menos tiempo
de lo calculado preparó la cena. El cuidado menú. Un excelente vino. Puso la
mesa con esmero. Mantel bordado. Porcelana.
Llenó la
bañadera. Un cielo de vapor. Después su cuerpo dejó de ser suyo y se fundió en
el agua. Casi perdió la conciencia. Se inquietó. Hoy no había permiso para
deslices. Con dos parpadeos recuperó el control. Se secó con energía. Buscó el
vestido nuevo. El arte de peinarse, de maquillarse.
Alcanzó a poner
un disco cuando sonó el timbre. Verlo después del tiempo. Tanto. Reconocerlo en
su propio cuerpo.
La cena
exquisita, cálida. Él ahí. Plegándose al mandato del día. Como queriéndola. Se
permitió creerlo.
El deseo
creciendo en el café. El placer de demorar el placer. Ese lento desvestirse que
fue un nacer de nuevo. Frente al otro. De pie. Solo mirándose. Táctiles los
ojos. Sintiendo su presión. Queriendo detener el tiempo. Las manos trémulas
temiendo romper el encanto. Todo lo que fue imagen transformado de pronto en
piel, en tacto, en contacto. Los ojos ahora cerrados. De pie. Mirándose con las
manos. Modelando contornos. Inventándolos.
Después el
creciente deseo rebelado. Y lo que fue demorada lentitud es furia. Casi con
ganas de deshacer los huesos. Dar placer, dar dolor. Como embistiéndose. Y
luego el ciclón. Disolverse.
Entre palabras
tiernas y caricias tontas, encender un cigarrillo. Solo le falta dejarse
resbalar, ovillada en sus brazos. Ceden las fronteras. Cae el sueño.
Durmió
profundamente. Como todos los días se despertó con la vaga sensación de ser
extranjera de su día precedente. Sacudió la cabeza, abrió los ojos y se
ajustaron las piezas, se redimensionaron el espacio y el tiempo. Como siempre.
Pero distinto. Porque se levantó con la firme decisión de que ese día sería
perfecto. Su día perfecto.
Dejó la cama y
al entrar en el living descubrió, con sorpresa, la mesa sin sacar y un vestido
que no reconoció tirado en el piso. Le llevó unos segundos recuperar la noción
de lo vivido.
Volvió a la cama
y se acostó. Nunca más se levantaría.
¿Ya para qué?
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