30/8/79
REVELACION
Mientras se
arreglaba inútilmente el moño del smoking sopesaba las posibilidades de huida.
Enfermedad imprevista, accidente fatal… Eran nulas. El público se removía
impaciente. Sabía que iba a tocar mal. Tuvo un dolor agudo en la zona de su
cuerpo árbitro de la justicia. Era absolutamente injusto y, sin embargo,
hubiese podido jurar que tocaría mal.
Hubiera pagado oro
por sentir el acostumbrado arco eléctrico en la boca del estómago y el dedo
mayor de la mano izquierda. O sea, los nervios, las dudas de rutina. Pero no,
esto era certeza. Una certeza carente de síntomas, por eso mismo absolutamente
demoledora.
Y, cuando
apremiado por los murmullos que subían de las butacas expectantes, dio los
primeros pasos hacia el escenario supo que no solo iba a tocar mal. Iba a pasar
algo. Midió con los ojos el espacio hasta ese telón que todavía lo protegía del
desastre y calculó los minutos, los segundos que quedaban de Rodolfo Malbrán.
Después sería otro, otra cosa. Caminó la distancia calculada, hizo la seña de
costumbre y soportó, estoico, el lento desaparecer del telón. El público.
Rodolfo se sentó
ante el piano, más curioso que asustado, y arremetió con el primer movimiento. En la platea se instaló el silencio. En el
escenario la música. Su música.
¿Qué puede pasar?, ¿qué me puede pasar?
Rodolfo siente la inminencia de los acontecimientos. Casi desearía que el
escenario se abriera a sus pies con tal de que se acabara la espera. Necesita
saber. De pronto, una extraña lucidez, como si fuera todo oído, todo ojos, todo
tacto. La revelación. Solo las manos siguen sobre el teclado. Él ya no está
allí. Está en otra parte. Está en todas partes. Está paseando por su vida. Como
mudo testigo ve desfilar ante sí eso que llamó su vida. Está en el medio de su
vida. Se ve. Y lo que ve lo hiela de espanto. Ve la soledad de su vida. La
esterilidad de su vida. Lo absurdo de su vida. Sus obligaciones inventadas. Sus
actividades inventadas. Su cama vacía. El gran músico. Ya no lo engaña nada. El
compositor se funde en el virtuoso ejecutante. Todo pequeño. Mezquino. Su gran
vida. Montada para otros. Representada para otros. Pero ahora, para él, se murió
la farsa. La soledad no se llama libertad. Repetir correctamente no es crear.
Lo hiela el pánico. Sus ojos descorren los meses, los años, y por más que busca
y rebusca no se ve feliz. Ni una vez. Porque nunca fue feliz. Ni de muchacho. Mató su vida. Vivió una vida muerta. Gastó una
vida muerta. Su única vida. Su vida muerta. Sus manos muertas siguen tocando y
ni siquiera se equivocan.
Sobre el aplauso
regresa Rodolfo. Se reencuentra con sus manos. Se funde con ellas. Todos sus
temores fueron absurdos. Suspira aliviado. No pasó nada. Como siempre, un buen
concierto.
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