miércoles, 15 de abril de 2015

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16/9/79
Claudia querida:
Todavía estoy temblando. Acabo de recibir carta de Raúl Correa. No entiendo nada. Te juro que aparte de nuestro trabajo jamás intercambiamos palabra. Es más: me asustaba su mutismo. Y ahora esta carta. Lo primero al recibirla fue el alivio enorme de saber que este no era otro abandono engrosando mi historia ya pródiga en ellos. Primero me tranquilizó y luego me inquietó. No entiendo el mensaje. Te adjuntaré una copia de la carta para que me digas si estoy loca.
Interrumpí un minuto estas líneas para fijarme en la fecha en que escribió la carta: 9 de setiembre. Inmediatamente busqué el único cuento que logré hacer desde que se fue: 9 de setiembre. Me corrió frío, Sobre todo por lo extraño que me resultó escribirlo. No sé si te conté que los fines de semana trabajo para una inmobiliaria (Edgardo me hizo el contacto). Me quedo durante horas esperando la llegada de presuntos compradores a los que debo mostrarles la vivienda.
El 9 me tocó una hermosa casa con pileta en Olivos. Allí fui con mi libreta para anotar los datos de los visitantes y un kilo de manzanas, con el firme propósito de iniciar mi dieta. Engordé como cinco kilos. Es que como sin parar. Nada me llena. Vuelvo de la clínica y me preparo bife y ensalada reglamentarios. Pero a la media hora me agarra el ¨hambre¨ y arraso con lo que encuentro. O voy a comprarlo. Puedo bajarme un frasco de dulce de leche en un ratito. Imaginate cómo me siento después. Sin embargo, al día siguiente se repite la historia. Conseguí pastillas para sacar el hambre. Son maravillosas, me permiten llegar a la noche sin probar bocado. Pero también, a medida que transcurre el día, empieza a invadirme una inquietud, una desazón, una sensación de no saber qué hacer con el cuerpo, que me obligan a dejar cuanto esté haciendo y a acostarme, única manera de serenarme un poco. Entonces juro que no las voy a tomar más, pero al cabo de unos cuantos días de atracones, cuando me miro en el espejo o me pruebo un pantalón que no me cierra, reincido. Menos mal que soy abstemia que si no… No la estoy pasando nada bien, hermanita. Empiezo a preocuparme un poco.
Retomo lo que te estaba contando. Ese domingo, luego de comerme dos manzanas, abandoné mi puesto de trabajo y fui a comprar tres empanadas que, por supuesto, devoré. No podés calcular el tamaño de mi depresión posterior. En ese estado me encontraba, luego de cuatro horas en las que solo había atendido a una pareja que esperaba un chico, cuando, de repente, necesité escribir (¿estaría él escribiéndome?). Tomé una birome y sentí de nuevo que alguien me dictaba. Cerraba los ojos al terminar cada frase para escuchar mejor la voz que me salía de adentro. Rogaba para que no sonara el timbre. Y me dejaron poner el punto final. Justo después empezó un ininterrumpido desfile de gente preguntona. No podía soportar más (cumplo en comunicarte que ese fue mi último día de trabajo). Arranqué las hojas de la libreta, las doblé en dos y las guardé sin mirarlas. Hasta hace un rato cuando verifiqué la fecha.
Pasando a otro tema, ¿te acordás de Víctor, el hijo de Chola? Lo mataron. Todo muy confuso. Parece que el pibe era del ERP y cuentan que murió en un enfrentamiento con otro grupo de subversivos. El libreto de la cana cada vez que aniquila a alguno. Fui con mamá al velorio. Chola estaba desesperada. El aire se cortaba con cuchillo pero nadie hacia el menor comentario sobre cómo había muerto. El cajón estaba cerrado. Creo que todos jugaban a que estaban velando un tuberculoso o un leucémico. Una situación horrible que me dejó pensando muchas cosas pero con miedo de pensar.
En fin. Mejor termino esta carta.
Chau, hermana. Besos, besos.

Laura

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