16/9/79
Claudia
querida:
Todavía
estoy temblando. Acabo de recibir carta de Raúl Correa. No entiendo nada. Te
juro que aparte de nuestro trabajo jamás intercambiamos palabra. Es más: me asustaba
su mutismo. Y ahora esta carta. Lo primero al recibirla fue el alivio enorme de
saber que este no era otro abandono engrosando mi historia ya pródiga en ellos.
Primero me tranquilizó y luego me inquietó. No entiendo el mensaje. Te
adjuntaré una copia de la carta para que me digas si estoy loca.
Interrumpí
un minuto estas líneas para fijarme en la fecha en que escribió la carta: 9 de
setiembre. Inmediatamente busqué el único cuento que logré hacer desde que se
fue: 9 de setiembre. Me corrió frío, Sobre todo por lo extraño que me resultó
escribirlo. No sé si te conté que los fines de semana trabajo para una
inmobiliaria (Edgardo me hizo el contacto). Me quedo durante horas esperando la
llegada de presuntos compradores a los que debo mostrarles la vivienda.
El
9 me tocó una hermosa casa con pileta en Olivos. Allí fui con mi libreta para
anotar los datos de los visitantes y un kilo de manzanas, con el firme
propósito de iniciar mi dieta. Engordé como cinco kilos. Es que como sin parar.
Nada me llena. Vuelvo de la clínica y me preparo bife y ensalada reglamentarios.
Pero a la media hora me agarra el ¨hambre¨ y arraso con lo que encuentro. O voy
a comprarlo. Puedo bajarme un frasco de dulce de leche en un ratito. Imaginate
cómo me siento después. Sin embargo, al día siguiente se repite la historia.
Conseguí pastillas para sacar el hambre. Son maravillosas, me permiten llegar a
la noche sin probar bocado. Pero también, a medida que transcurre el día,
empieza a invadirme una inquietud, una desazón, una sensación de no saber qué
hacer con el cuerpo, que me obligan a dejar cuanto esté haciendo y a acostarme,
única manera de serenarme un poco. Entonces juro que no las voy a tomar más,
pero al cabo de unos cuantos días de atracones, cuando me miro en el espejo o
me pruebo un pantalón que no me cierra, reincido. Menos mal que soy abstemia
que si no… No la estoy pasando nada bien, hermanita. Empiezo a preocuparme un
poco.
Retomo
lo que te estaba contando. Ese domingo, luego de comerme dos manzanas, abandoné
mi puesto de trabajo y fui a comprar tres empanadas que, por supuesto, devoré. No
podés calcular el tamaño de mi depresión posterior. En ese estado me encontraba,
luego de cuatro horas en las que solo había atendido a una pareja que esperaba
un chico, cuando, de repente, necesité escribir (¿estaría él escribiéndome?).
Tomé una birome y sentí de nuevo que alguien me dictaba. Cerraba los ojos al
terminar cada frase para escuchar mejor la voz que me salía de adentro. Rogaba
para que no sonara el timbre. Y me dejaron poner el punto final. Justo después
empezó un ininterrumpido desfile de gente preguntona. No podía soportar más
(cumplo en comunicarte que ese fue mi último día de trabajo). Arranqué las
hojas de la libreta, las doblé en dos y las guardé sin mirarlas. Hasta hace un
rato cuando verifiqué la fecha.
Pasando
a otro tema, ¿te acordás de Víctor, el hijo de Chola? Lo mataron. Todo muy
confuso. Parece que el pibe era del ERP y cuentan que murió en un
enfrentamiento con otro grupo de subversivos. El libreto de la cana cada vez
que aniquila a alguno. Fui con mamá al velorio. Chola estaba desesperada. El
aire se cortaba con cuchillo pero nadie hacia el menor comentario sobre cómo
había muerto. El cajón estaba cerrado. Creo que todos jugaban a que estaban
velando un tuberculoso o un leucémico. Una situación horrible que me dejó
pensando muchas cosas pero con miedo de pensar.
En
fin. Mejor termino esta carta.
Chau,
hermana. Besos, besos.
Laura
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