miércoles, 14 de octubre de 2015

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13/7/89
TRES PARA UN CAFÉ
UNO
Miró el reloj: 14.40. Siempre le pasaba lo mismo: su desbocada carrera contra el tiempo la conducía a la meta antes de que llegara el marcador de línea. Cuarenta minutos por delante para llenar. Buscó mirando hacia los cuatro costados hasta que encontró un barcito que le pareció apropiado para localizar su espera. Entró, se sacó el tapado de piel (desempolvado para la especial ocasión) y se dispuso a saborear un café y los minutos por delante para estar consigo misma, situación nada habitual en el tráfago de su vida. Se alegró de haber resuelto, finalmente, no llevarla a Marita: hubiera volcado la coca-cola y , además, no hubiese podido disfrutar de ese rato de distendido anonimato.
A pesar de su visceral rechazo por el bullicio del centro, le fascinó observar el trajín de la gente yendo y viniendo a través de la burbuja de silencio que le fabricaba el cristal de la ventana. De los autos solo yendo por Uruguay. Ejércitos de hormigas con las manos protegidas en los bolsillos, con el viento volándole los pelos.
Desde que recibió el anuncio de la cita no había dedicado un minuto, un segundo, a analizar la naturaleza de tal cita. Mientras escuchaba por el teléfono, su primera preocupación fue recorrer mentalmente la agenda para ver qué encontraba en  ese viernes 16 a las 15.30. Contestó que trataría de ir y cortó nada cortésmente para evitar que Marcos se desplomara de la silla alta. Llegó a tiempo de salvarlo y de revolver la salsa blanca a punto de malograrse.
Una semana desde entonces y no había vuelto a pensar en el llamado hasta hoy, a las doce, cuando ya por comprometerse a comprar el regalo de casamiento de la maestra de Javier, lo recordó.
Preparó el almuerzo lo más rápido posible, acostó a Marquitos y salió, mintiéndoles a Catalina y a los chicos, a ¨comprar el regalo¨.
Terminado el segundo café la sorprendieron las 15 y 25 en su muñeca. Pagó, apresurada, y salió a enfrentarse con el frío por un largo rato olvidado, solidarizándose con el ejército uruguayo.

DOS
La mañana fue más engorrosa que de costumbre. Una proeza conseguir que el mocoso hiciera lo que de él se esperaba. Mucha sonrisa, mucha cara de ángel bajo el flequillo pero, en definitiva, un diablo en dos patas. Como todos. Como los miles que deambulaban  a diario por la agencia. ¿Qué les costaba resignar un minuto, unos segundos de su libertad defendida a capa y espada para hacer lo que se les pedía, lo que se les imploraba? ¿Tan difícil les resultaba sonreír, abrazarse a un osito o poner cara de enojados? Y luego de la batería de súplicas, de recursos, de sobornos, solía sobrevenir el grito.  En general las madres apoyaban la campaña, apuradas por cobrar el premio de criar al hermoso sinvergüenza, pero a veces embarraban más la situación, reforzando la rebeldía de los pequeños bribones.
Pero, evidentemente, su paciencia estaba en vías de extinción. Y hoy, el mocoso de hoy, logró sacarlo de las casillas. ¿Qué le pasaba esta mañana?, ¿toda la culpa era del demonio insoportable?
Cuando se encontró con las tres en el reloj, decidió que esa sería la última toma. Que los dioses del Olimpo lo ayudaran. Sus nervios ya no daban para más.
Casi empujó la puerta tras el monstruo y su madre. Giró y se topó con Ordóñez que le informó:
-Voy a tomar las fotos del Colón.
Miró de nuevo el reloj. Todavía a tiempo.
-¿Me llevás?
-No me diga, compañero, que me hace pata.
-No, no puedo –dudó solo un segundo y se justificó- tengo que ver un trabajo cerca de allí.
Una proeza franquear el tránsito. Se bajó en Uruguay siendo las 15 y 25. Recién entonces se dio cuenta de que estaba en vaqueros, campera y zapatillas.

TRES
Estuvo nerviosa toda la mañana, rodeada de los numerosos papeles que se habían resistido, heroicos,  a su propósito del día: hacer orden. ¿Solo en los papeles?
Salió a comer un sandwich y al regresar comprobó que durante su ausencia no había acudido ningún duendecillo mágico: el caos persistía. Marina no tardaría en llegar. Pese a ello se propuso reemprender la batalla.
Se alivió al oír el teléfono: un pretexto para demorar la aborrecida tarea.
-¿Doctora Castillo?, soy Marina, hace rato que la estoy llamando y no contestaba nadie.
-Sí, fui a comer algo, recién regreso y te estaba esperando.
-Doctora, quería avisarle que voy a llegar más tarde, acaban de enyesarme un brazo, pero dentro de un rato salgo para allá.
Miró rápidamente el reloj: las 15. Todavía a tiempo.
-Estás loca, andá a descansar a tu casa, te espero mañana a la misma hora.
-Pero usted dijo que hoy vencía el plazo para la renovación de la beca, no quiero perderla,
-Haceme caso: vení mañana.
Cortó pero antes de que pudiera ordenar sus propósitos, otra campanilla la sorprendió.
-¿Mamá?, necesito comprar un libro de geografía, ¿puedo pasar?
-No, Ceci, imposible; estoy esperando a una becaria (y se encontró perpetrando su primera mentira en quince años de madre); cuando termine te llamo; ¿tu hermana está ahí?
-Recién salió para inglés; no te olvides, mirá que lo necesito sin falta para mañana y no tengo un mango.
Otra vez el reloj: 15 y 10. Tendría que apurarse.
Se puso el abrigo y al salir le comunicó a su secretaria:
-Voy a hacer unos trámites al Rectorado; regreso alrededor de las cinco.
En la esquina un taxi parecía esperarla.
-A Uruguay y Viamonte, por favor.
Se acomodó en el asiento y encendió un cigarrillo. Tenía rabia. Al fin no había podido dejar de ir.

UNO, DOS Y TRES
María llegó en el instante en que los fotógrafos se agolpaban ante el auto que acababa de detenerse. Reconoció muchas caras que desconocía. Se sintió ridícula, sin saber dónde meterse, arrepentida hasta el infinito de estar ahí.
Cuando se disponía a irse, aprovechando que nadie había notado su presencia, vio que Roberto y Susana se acercaban simultánea y perpendicularmente. Más lejos, más despacio, la tía Lolita.
-¡Qué alegría verlos!, ¡y qué sorpresa! –dijo la tía al encontrarlos reunidos.
-Yo vine porque la persona con la que tenía que encontrarme se rompió un brazo –se justificó Susana.
-A mí me convenció un compañero que venía para estos lados –acotó Roberto.
Marta se quedó indecisa. ¿Debía buscar ella también un pretexto? Antes de que pudiera articular palabra, el padre estaba allí, frente a ellos.
-No pensé que vendrían –reforzó la apreciación de su hermana- , sé que es una mala hora y ustedes siempre tan ocupados…
Con el último beso un fotógrafo  lo sustrajo del grupo familiar.
El ascensor los cobijó. ¿Cuánto hacía que no estaban los tres juntos?
-¿Cómo están los chicos? –llenó el molesto silencio Susana.
-Con buena salud pero con pésima conducta –contestó María.
-Ayer me encontré con Cecilia por Cabildo, ¿te contó? –continuó Roberto con el virtual propósito de no dejar ni el más mínimo minuto en blanco.
-Ya no me cuenta nada –se quejó Susana- , se dirige a mí solo cuando tiene algo que pedirme, ya estoy harta.
-Vos eras igual –y cómo recordaba María la adolescencia de su hermana mayor.
El ascensor llegó a destino.
Nuevamente las luces, los micrófonos. Se replegaron contra la pared en tácito acuerdo.
-Acérquense –indicó la tía Lolita tratando de mediar entre los universos disjuntos mientras le hacía una seña al fotógrafo. Son los hijos –aclaró al tiempo que el flash los sacudía junto con la bronca, la humillación y la vergüenza.
Desde lejos Irene, sombrero con tul, guantes al codo, los saludó levantando la mano. Triple sonrisa de compromiso.
Se abrieron las puertas y todos se agolparon en busca del lugar más cercano posible a las cámaras.
Ellos entraron al final y se quedaron de pie, al fondo.
Descubrieron a la tía sentada adelante, a la derecha de Irene. A la izquierda de su padre, Luis Campos, su amigo desde que ellos eran chicos. ¡Qué viejo estaba!
En un instante los cuatro de pie. El sombrero de Irene por sobre la cabeza de su padre. Tedioso discurso. Las cuadriplicadas firmas. Asunto concluido. Por fortuna.
Todos se acercaron a felicitar a los actuantes. Ellos tres, sin mirarse, permanecieron quietos en el lugar. Fue el padre, al despejarse el enjambre, quien se acercó y en tono confidencial dijo:
-Los espero a tomar una copa en casa, es solo para los íntimos –y, de inmediato, se dirigió hacia un grupo que lo reclamaba. Bajaron entre otros muchos que comentaban los incidentes de la ceremonia.
Frente a la escalinata María se arriesgó:
-¿Vamos a tomar un café a la esquina?
Roberto buscó una excusa pero como no la encontró asintió con la cabeza. Susana pensó: ¨¿Por qué no?¨
Ya instalados en el bar, Susana comentó:
-Si no me equivoco, es la primera vez que compartimos un café.
Roberto levantó la taza.

-El casamiento de papá tuvo algún rédito. 

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