13/7/89
TRES PARA UN CAFÉ
UNO
Miró el reloj: 14.40. Siempre le pasaba lo mismo: su
desbocada carrera contra el tiempo la conducía a la meta antes de que llegara
el marcador de línea. Cuarenta minutos por delante para llenar. Buscó mirando
hacia los cuatro costados hasta que encontró un barcito que le pareció
apropiado para localizar su espera. Entró, se sacó el tapado de piel
(desempolvado para la especial ocasión) y se dispuso a saborear un café y los
minutos por delante para estar consigo misma, situación nada habitual en el
tráfago de su vida. Se alegró de haber resuelto, finalmente, no llevarla a
Marita: hubiera volcado la coca-cola y , además, no hubiese podido disfrutar de
ese rato de distendido anonimato.
A pesar de su visceral rechazo por el bullicio del
centro, le fascinó observar el trajín de la gente yendo y viniendo a través de
la burbuja de silencio que le fabricaba el cristal de la ventana. De los autos
solo yendo por Uruguay. Ejércitos de hormigas con las manos protegidas en los
bolsillos, con el viento volándole los pelos.
Desde que recibió el anuncio de la cita no había
dedicado un minuto, un segundo, a analizar la naturaleza de tal cita. Mientras
escuchaba por el teléfono, su primera preocupación fue recorrer mentalmente la
agenda para ver qué encontraba en ese
viernes 16 a las 15.30. Contestó que trataría de ir y cortó nada cortésmente
para evitar que Marcos se desplomara de la silla alta. Llegó a tiempo de
salvarlo y de revolver la salsa blanca a punto de malograrse.
Una semana desde entonces y no había vuelto a pensar
en el llamado hasta hoy, a las doce, cuando ya por comprometerse a comprar el
regalo de casamiento de la maestra de Javier, lo recordó.
Preparó el almuerzo lo más rápido posible, acostó a
Marquitos y salió, mintiéndoles a Catalina y a los chicos, a ¨comprar el
regalo¨.
Terminado el segundo café la sorprendieron las 15 y
25 en su muñeca. Pagó, apresurada, y salió a enfrentarse con el frío por un
largo rato olvidado, solidarizándose con el ejército uruguayo.
DOS
La mañana fue más engorrosa que de costumbre. Una
proeza conseguir que el mocoso hiciera lo que de él se esperaba. Mucha sonrisa,
mucha cara de ángel bajo el flequillo pero, en definitiva, un diablo en dos
patas. Como todos. Como los miles que deambulaban a diario por la agencia. ¿Qué les costaba
resignar un minuto, unos segundos de su libertad defendida a capa y espada para
hacer lo que se les pedía, lo que se les imploraba? ¿Tan difícil les resultaba
sonreír, abrazarse a un osito o poner cara de enojados? Y luego de la batería
de súplicas, de recursos, de sobornos, solía sobrevenir el grito. En general las madres apoyaban la campaña,
apuradas por cobrar el premio de criar al hermoso sinvergüenza, pero a veces
embarraban más la situación, reforzando la rebeldía de los pequeños bribones.
Pero, evidentemente, su paciencia estaba en vías de
extinción. Y hoy, el mocoso de hoy, logró sacarlo de las casillas. ¿Qué le
pasaba esta mañana?, ¿toda la culpa era del demonio insoportable?
Cuando se encontró con las tres en el reloj, decidió
que esa sería la última toma. Que los dioses del Olimpo lo ayudaran. Sus
nervios ya no daban para más.
Casi empujó la puerta tras el monstruo y su madre.
Giró y se topó con Ordóñez que le informó:
-Voy a tomar las fotos del Colón.
Miró de nuevo el reloj. Todavía a tiempo.
-¿Me llevás?
-No me diga, compañero, que me hace pata.
-No, no puedo –dudó solo un segundo y se justificó-
tengo que ver un trabajo cerca de allí.
Una proeza franquear el tránsito. Se bajó en Uruguay
siendo las 15 y 25. Recién entonces se dio cuenta de que estaba en vaqueros,
campera y zapatillas.
TRES
Estuvo nerviosa toda la mañana, rodeada de los
numerosos papeles que se habían resistido, heroicos, a su propósito del día: hacer orden. ¿Solo en
los papeles?
Salió a comer un sandwich y al regresar comprobó que
durante su ausencia no había acudido ningún duendecillo mágico: el caos
persistía. Marina no tardaría en llegar. Pese a ello se propuso reemprender la
batalla.
Se alivió al oír el teléfono: un pretexto para
demorar la aborrecida tarea.
-¿Doctora Castillo?, soy Marina, hace rato que la
estoy llamando y no contestaba nadie.
-Sí, fui a comer algo, recién regreso y te estaba
esperando.
-Doctora, quería avisarle que voy a llegar más
tarde, acaban de enyesarme un brazo, pero dentro de un rato salgo para allá.
Miró rápidamente el reloj: las 15. Todavía a tiempo.
-Estás loca, andá a descansar a tu casa, te espero
mañana a la misma hora.
-Pero usted dijo que hoy vencía el plazo para la
renovación de la beca, no quiero perderla,
-Haceme caso: vení mañana.
Cortó pero antes de que pudiera ordenar sus
propósitos, otra campanilla la sorprendió.
-¿Mamá?, necesito comprar un libro de geografía,
¿puedo pasar?
-No, Ceci, imposible; estoy esperando a una becaria
(y se encontró perpetrando su primera mentira en quince años de madre); cuando
termine te llamo; ¿tu hermana está ahí?
-Recién salió para inglés; no te olvides, mirá que
lo necesito sin falta para mañana y no tengo un mango.
Otra vez el reloj: 15 y 10. Tendría que apurarse.
Se puso el abrigo y al salir le comunicó a su
secretaria:
-Voy a hacer unos trámites al Rectorado; regreso
alrededor de las cinco.
En la esquina un taxi parecía esperarla.
-A Uruguay y Viamonte, por favor.
Se acomodó en el asiento y encendió un cigarrillo.
Tenía rabia. Al fin no había podido dejar de ir.
UNO, DOS Y TRES
María llegó en el instante en que los fotógrafos se
agolpaban ante el auto que acababa de detenerse. Reconoció muchas caras que
desconocía. Se sintió ridícula, sin saber dónde meterse, arrepentida hasta el
infinito de estar ahí.
Cuando se disponía a irse, aprovechando que nadie
había notado su presencia, vio que Roberto y Susana se acercaban simultánea y
perpendicularmente. Más lejos, más despacio, la tía Lolita.
-¡Qué alegría verlos!, ¡y qué sorpresa! –dijo la tía
al encontrarlos reunidos.
-Yo vine porque la persona con la que tenía que
encontrarme se rompió un brazo –se justificó Susana.
-A mí me convenció un compañero que venía para estos
lados –acotó Roberto.
Marta se quedó indecisa. ¿Debía buscar ella también
un pretexto? Antes de que pudiera articular palabra, el padre estaba allí,
frente a ellos.
-No pensé que vendrían –reforzó la apreciación de su
hermana- , sé que es una mala hora y ustedes siempre tan ocupados…
Con el último beso un fotógrafo lo sustrajo del grupo familiar.
El ascensor los cobijó. ¿Cuánto hacía que no estaban
los tres juntos?
-¿Cómo están los chicos? –llenó el molesto silencio
Susana.
-Con buena salud pero con pésima conducta –contestó
María.
-Ayer me encontré con Cecilia por Cabildo, ¿te
contó? –continuó Roberto con el virtual propósito de no dejar ni el más mínimo minuto
en blanco.
-Ya no me cuenta nada –se quejó Susana- , se dirige
a mí solo cuando tiene algo que pedirme, ya estoy harta.
-Vos eras igual –y cómo recordaba María la
adolescencia de su hermana mayor.
El ascensor llegó a destino.
Nuevamente las luces, los micrófonos. Se replegaron
contra la pared en tácito acuerdo.
-Acérquense –indicó la tía Lolita tratando de mediar
entre los universos disjuntos mientras le hacía una seña al fotógrafo. Son los
hijos –aclaró al tiempo que el flash los sacudía junto con la bronca, la
humillación y la vergüenza.
Desde lejos Irene, sombrero con tul, guantes al
codo, los saludó levantando la mano. Triple sonrisa de compromiso.
Se abrieron las puertas y todos se agolparon en
busca del lugar más cercano posible a las cámaras.
Ellos entraron al final y se quedaron de pie, al
fondo.
Descubrieron a la tía sentada adelante, a la derecha
de Irene. A la izquierda de su padre, Luis Campos, su amigo desde que ellos
eran chicos. ¡Qué viejo estaba!
En un instante los cuatro de pie. El sombrero de
Irene por sobre la cabeza de su padre. Tedioso discurso. Las cuadriplicadas
firmas. Asunto concluido. Por fortuna.
Todos se acercaron a felicitar a los actuantes. Ellos
tres, sin mirarse, permanecieron quietos en el lugar. Fue el padre, al
despejarse el enjambre, quien se acercó y en tono confidencial dijo:
-Los espero a tomar una copa en casa, es solo para
los íntimos –y, de inmediato, se dirigió hacia un grupo que lo reclamaba.
Bajaron entre otros muchos que comentaban los incidentes de la ceremonia.
Frente a la escalinata María se arriesgó:
-¿Vamos a tomar un café a la esquina?
Roberto buscó una excusa pero como no la encontró
asintió con la cabeza. Susana pensó: ¨¿Por qué no?¨
Ya instalados en el bar, Susana comentó:
-Si no me equivoco, es la primera vez que
compartimos un café.
Roberto levantó la taza.
-El casamiento de papá tuvo algún rédito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario