lunes, 12 de octubre de 2015

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12/6/89
Querida hermana: 
Tu respuesta no fue muy promisoria para nuestros planes. Habrá que resistir aquí si es que algún argentino logra sobrevivir a esta debacle. Últimamente no puedo dejar de pensar en el costo humano de estos años en que todos los esfuerzos de una generación joven han estado destinados no a vivir: a sobrevivir. Qué de crear, qué de crecer, cuando uno se levanta pensando con qué va a pagar la luz, con qué la cuota del colegio de los chicos. Y eso que nosotros todavía no nos planteamos qué supermercado vamos a saquear. Estoy mortalmente cansada de tamaño desgaste. No quiero ni pensar en la energía que he invertido en todo este tiempo en llegar a fin de mes. La imaginación dedicada a ver qué inventábamos para generar guita. Me sorprende que nos haya quedado suficiente como para haber generado tres hijos. Los dos últimos al menos. María pertenece a otra parte de nuestra historia, donde la plata ni siquiera era tema de conversación.
Por eso tu partida fue desencadenante para mí. Me dolió compararme con la que te escribía hace seis años. Con mis sueños de entonces, con mi necesidad de crear.
La otra noche Luis fue a una reunión de cooperadora del colegio de la nena. Los chicos se durmieron temprano y me quedé, a las nueve de la noche, sola en casa. Creo que es la primera vez que me pasa desde que nacieron. Fue un placer. Me preparé café, como hace años, y me metí en la cama con la taza, un bombón y un libro de Sábato que Luis acaba de regalarme (todavía nos permitimos esos lujos) ¨ Entre la letra y la sangre¨. Cuando quise acordarme eran las once de la noche. Apagué la luz pensando que dormiría. Pero inmediatamente me di cuenta de que no era la misma que antes de asomarme a esas hojas. La primera sensación fue la de que había descubierto (en realidad Sábato me había hecho descubrir) una nueva visión del arte, de la literatura. La segunda, que algo tenía que escribir. La tercera, varias vueltas en la cama después, que sabía qué escribir. Eureka. Encendí el velador y empecé a garabatear las ideas que se me agolpaban. Siempre sentí que no podía utilizar el material que tenía, rechacé desde el centro de mí toda sugerencia tendiente a su publicación. Comprendía que no alcanzaba para eso. Pero acababa de ocurrírseme cómo usarlo. Escribiría una novela en la que, basándome en algunos hitos de mi propia historia, intercalaría los cuentos y poesías escritos en los momentos descriptos. Alcancé a hacer un esquema de lo que pretendía cuando sentí los pasos de Luis. En cinco minutos estaba inmersa en la construcción del taller de plástica, en los dos pibes con hepatitis y comprometida, por su intermedio, a redactar para el día siguiente una nota invitando a una charla para padres sobre Educación Sexual. Luis bajó y volvió con la fecha de la reunión y dos tazas de café. Me puse a trabajar y me olvidé de la revelación de hacía unos instantes. Me dormí tardísimo. El día siguiente fue de agenda completa. Aparte de la rutina habitual, trabajo incluido, entrevista con Leni, la maestra de Federico. Parece que el gordo no anduvo muy bien últimamente. Pero al otro día se presentó un blanco en mi continua carrera contra el tiempo. Llegué a la biblioteca de un laboratorio tres cuartos de hora antes de que abriera. Por supuesto fui a tomar un café. Pensándolo bien, mi vida está signada por los cafés, será porque no fumo. Frente a la taza retomé en un instante mis elucubraciones de la otra noche. Me propuse enfrentar el trabajo. Concederme el tiempo necesario. A costa de lo que fuera (niños aparte, por supuesto). Y, luego de seis años en los que no existió ni el propósito, me encontré, birome en mano, escribiendo la frase inicial de mi novela. Probablemente el papel vaya al tacho de basura pero fue un acto de compromiso conmigo misma. Voy a luchar contra esta argentina atmósfera de desánimo a mi manera. Rescatando lo bueno que pueda haber dentro de mí.
Tuve, al mismo tiempo, la clara visión de cómo podía ayudar a mis hijos a sobrellevar los nada buenos tiempos que seguramente les tocará vivir. Fortaleciéndolos por dentro, enriqueciéndolos, ayudándolos a sacar lo que ya, a sus tan pocos años, llevan consigo. Impulsándolos a dibujar, a pintar, a hacer música, a bailar. No almacenándolos de conocimientos, de habilidades. Invertir el flujo y confiar en lo que ya son, en lo que poseen que, definitivamente, es más de lo que tenemos todos nosotros. Tienen alegría, energía, imaginación, confianza, ganas de crecer.
Aquí estoy, contenta como si me hubiera ganado el prode. Con ganas de sacar de mí la suma de cosas acumuladas en todos estos años en que, a pesar del medio externo siempre oprimente, fui feliz. Terrenalmente feliz, no en tecnicolor.
Interrumpí esta carta para escuchar el discurso de Alfonsín. Y mientras lo escuchaba me caían las lágrimas. No lloraba por su fracaso. O no solo por eso. Lloraba por todos. Por tantas ilusiones perdidas. Terminó recitando el preámbulo. El mismo que nos emocionó desde los balcones del Cabildo cuando con María bebé y Sofía en tu panza vivimos junto con un pueblo ilusionado lo que creíamos el comienzo de una vida mejor. Creo que envejecí veinte años desde entonces. Lo rescatable: sigo sintiéndome libre.
Bueno, hermana, será hasta la próxima. Veremos en qué anda el combate entre lo de adentro que me crece y lo de afuera que me asfixia.
Muchos besos.

                      Laura.

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